ADVERTENCIA


Si no eres una persona poco convencional y libre de prejuicios, no sigas leyendo porque te parecerá que pierdes el tiempo. Avisado quedas xD

martes, 24 de abril de 2012

 

LA INCREÍBLE HISTORIA DEL CAPITÁN Mc CUTCHEON

 

1. Se abre el telón

   
 - ¡Cagonlaleche ...!

    Entre los exegetas de la vida del capitán McCutcheon hay unanimidad en afirmar que este logion fue pronunciado por el susodicho el día 25 de Abril de 1977 entre las 10 y las  11 de la noche. No hay acuerdo, en cambio, en las frases que siguieron a tamaña expresión. Algunos han propuesto que el capitán adornó con varios juramentos determinadas referencias al mal tiempo que, según parece, soportaba. Hablando en petit comité uno de estos exegetas aventuró en una ocasión que estas frases podían haber sido las dos siguientes: "¡Puta lluvia ... calado hasta los güevos!" y "¡Jodido chino!", pero éstas no son frases canónicas. En cuanto al lugar en donde tan inspiradamente se manifestó el capitán McCutcheon, la prudencia más elemental aconseja no ser demasiado preciso, como a buen seguro entenderá quien tenga la paciencia de leer esta historia hasta su final.
  

2. Se presenta el protagonista de esta historia 

     
  El nombre de nuestro protagonista es James T. McCutcheon, hombre de edad difícil de precisar a simple vista pero que debía de estar por la época en que se desarrolla esta historia alrededor de los 55 años. Se ganaba la vida como capitán de buque mercante y desarrollaba su profesión en una amplia zona marítima que iba desde la India hasta Nueva Zelanda. Cargaba mercancías de muy variada naturaleza y estaba generalmente bien considerado dentro de su profesión. Era propietario de su propio barco, un navío con buenas dotes marineras, y llevaba una vida desahogada aunque no era rico. Podría afirmarse que el capitán McCutcheon era un hombre honrado, si bien algunas veces había transportado mercancías de contrabando, como, por otra parte, hacían todos sus compañeros de profesión. Pero hay que recalcar que el buen capitán siempre se había negado a transportar de manera fraudulenta droga o armamento, lo que de haberlo hecho le hubiera podido reportar buenos beneficios económicos. Al respecto, él solía decir en un alarde de cartesianismo que "una cosa es una cosa, y otra cosa es la otra"


    El contramaestre del Forward, que así se llamaba el barco que mandaba el capitán McCutcheon, tenía unos pocos años más que el capitán y había estado junto a nuestro protagonista prácticamente desde que éste se había iniciado en la navegación. Se llamaba Harry y nadie parecía conocer su apellido.  Ambos eran amigos íntimos y se apreciaban sinceramente, aunque en el trabajo siempre observaban el estricto protocolo determinado por el rango que cada uno de ellos ostentaba. Cuando navegaban y caía la noche, podía vérseles juntos sentados en la toldilla fumando sus pipas y mirando indolentemente la mar. Allí hablaban de lo divino y de lo humano, y siempre ... siempre el capitán se las arreglaba para introducir su tema favorito: el elogio de su abuelo el ajedrecista. El contramaestre conocía al dedillo la vida del pariente de su capitán, pero por cariño hacia éste se hacía el ignorante y se mostraba invariablemente interesado en que su amigo refiriera por enésima vez los prodigios ajedrecísticos de su abuelo.

- Tú sabes, Harry, lo de mi abuelo ¿verdad? - introducía el capitán en un 
   momento dado.
- Algo me ha contado usted en otras ocasiones, pero me encantaría
   volverlo a escuchar -respondía siempre el buen contramaestre.

       Entonces, el capitán McCutcheon se estiraba en su silla y tras pegar a su pipa una calada monumental refería con voz nostálgica la siguiente historia.  

Mi abuelo fue un gran campeón de ajedrez, y fíjate si sabía jugar bien  
    que incluso se inventó un movimiento nuevo. 

      En este punto el contramaestre enarcaba las cejas y musitaba algo así como:   

- ¡Qué tío! ¿y cual era ese movimiento?

      Como el capitán flaqueaba bastante en el mundo de las 64 casillas, respondía con evasivas y terminaba afirmando ex catedra:

 - Era un movimiento tan bueno y tan inesperado que acojonaba al
   adversario de tal modo que mi abuelo ganaba siempre. Fue tal la fama
   de este movimiento inventado por mi abuelo, que en el mundo del
   ajedrez se habla de él como "la variante de McCutcheon".

    Y ahí quedaba todo. Ni el capitán podía dar más detalles acerca de la acojonante movida de su pariente, ni el contramaestre insistía al respecto para no poner a su amigo en un aprieto.


3. Comienza la historia

       
El día 19 de abril de 1977 reinaba un ambiente sombrío a bordo del Forward. Para decirlo de manera clara: se mascaba la tragedia. Ningún miembro de la tripulación, ni siquiera el contramaestre, se hubiera atrevido, a no ser en caso de extrema necesidad,  a llamar a la puerta de la habitación donde el capitán llevaba encerrado desde hacía varias horas. Si alguien, de alguna manera milagrosa, se hubiera materializado de repente en el interior del citado aposento se hubiera encontrado con la siguiente escena: Sentado ante una mesa y agarrado con su mano izquierda a un canto de la misma, estaba el capitán McCutcheon mirando de manera siniestra a una botella de ron medio llena que sujetaba con la mano derecha. 

       ¿Qué había ocurrido para que el bueno de McCutcheon se encontrara con una tajada considerable y encerrado sin querer hablar con nadie? Todo había empezado hacia las 5.30 horas de aquel día. El capitán se había despertado bruscamente en su camarote e inmediatamente, y gracias a su dilatada experiencia como marino, se dió cuenta cabal de que algo serio había ocurrido en su barco. No necesitó mirar en derredor ni hacer ninguna prueba. Con los ojos semiabiertos, en la oscuridad del camarote, James T. McCutcheon notó sin duda alguna que el barco se había escorado repentinamente del lado de estribor.

       Como movido por un resorte el capitán se puso en pié y subió corriendo a la cubierta, en la que ya se encontraba el contramaestre y los marineros de guardia. 

- Se ha desplazado la carga - informó lacónicamente el contramaestre

   Un examen rápido en la bodega reveló que no era posible recolocar el cargamento sin tocar puerto. McCutcheon se hizo cargo con rapidez de la situación y tras dar unas pocas órdenes se encerró en su camarote. Cinco horas llevaba allí dentro rumiando su desgracia. Aunque el barco no corría peligro alguno, a pesar de que la escora superaba los 7 º, el capitán sabía que entrar de semejante guisa en cualquier puerto significaría un marrón indeleble en su hasta ahora inmaculada carrera. Ya se estaba imaginando las chanzas y cuchufletas de los otros capitanes y ya se estaba poniendo enfermo. 

    Pero no habían acabado los sobresaltos a bordo del Forward. Poco antes del mediodía, unos golpes sonaron en la puerta de los aposentos del capitán. Un gruñido a modo de respuesta animó al contramaestre, que era quien había llamado, a abrir la puerta.

- ¿Da su permiso, señor McCutcheon? - dijo con suavidad -

     El capitán torció el gesto al oir a su subordinado. Sus hombres se dirigían a él casi invariablemente llamándole "capitán". Cuando, raramente, se dirigían a él como "comandante" eso solía ser señal de que algo grave había ocurrido. Cuando se le había otorgado el título de "señor McCutcheon", lo que había acontecido unas pocas veces en su trayectoria como marino , el asunto había sido serio de veras. 

- ¿Qué ocurre, Harry? - respondió McCutcheon procurando dar a sus
    palabras un tono de serenidad.


- Tenemos un chino a bordo - dijo el contramaestre con el tono de voz
    más neutro que pudo conseguir.


      Al oir esto el capitán McCutcheon dió un respingo, se puso en pié y  se mesó hacia atrás el cabello, lo que era señal de que estaba a punto de cometer una barbaridad. Pero consiguió rehacerse y cuando respondió, su voz apenas pasaba de un bramido.

- A ver ... ¿cómo que tenemos a un chino a bordo? ¿se trata de un polizón, ¿tengo acaso un polizón en MI barco?

- Estaba en la bodega, lo ha encontrado uno de los marineros. Está aquí.
           
           Cuando escuchó estas palabras, McCutcheon perdió el control y se precipitó hacia la puerta gritando: 

 - ¡Ha sido él!, ¡cabronazo! ¡lo mato!

          A duras penas el contramaestre y dos marineros consiguieron inmovilizar al capitán justo cuando éste iba a abalanzarse sobre un hombrecillo de rasgos orientales que estaba maniatado junto a los miembros de la tripulación. Poco a poco el capitán McCutcheon fue calmándose, pero sus ojos todavía llameaban de la manera más siniestra cuando se dirigió al hombrecillo oriental con más suavidad de la que podía esperarse teniendo en cuenta la situación. Le preguntó por su nombre y procedencia y por el motivo por el que se había subido al barco. Temblando como un azogado, lo que era comprensible si se tiene en cuenta la expresión de la cara del capitán, aquel desgraciado contó una breve historia cuyos puntos más relevantes eran los siguientes: Se llamaba Xao-Lin y se había escapado de sus amos porque éstos eran muy crueles con él. Poco menos que le mataban a palos y le hacían pasar mucha hambre. Para terminar, el chino (que no era tal pero en adelante así se le llamará como hicieron todos los miembros de la tripulación del Forward) dijo que había escogido el barco del capitán porque estaba convencido que no podía ser mala persona.

          Al escuchar estas palabras, McCutcheon, que todavía hervía de indignación, aproximó su rostro al del chino y respondió con un semblante lobuno que aterrorizaba verlo:

 - ¡Ah! ¿sí? ... ¿y qué me podría impedir echarte ahora mismo a los
   tiburones que andan por ahí esperando su comida? ¿qué te hace 
   pensar, miserable chino, que soy buena persona?


              El chino, a quien no pasaba un palillo por la garganta, consiguió, al cabo de varios intentos, responder lo siguiente:

  - Es que ... yo sé que usted, capitán, es descendiente de un famoso
    ajedrecista ... seguro que usted es un hombre culto ... y un hombre
    culto no puede ser tan malo como para matar a un pobre chino ...

 - ¡Calla, miserable ...! 

            Pero, a pesar de su expresión, era evidente que el capitán McCutcheon se había desinflado como un globo. Casi que miraba con cariño al chino. Con un ademán despachó a los dos marineros y, con otro bien expresivo mandó al contramaestre que condujera al chino a sus aposentos. Allí, en presencia de su segundo al mando, retomó el interrogatorio.

 - ¿Acaso sabes tú ajedrez? -le dijo el capitán-

 - Me gusta mucho, y siempre que puedo estudio las partidas de los
    grandes maestros -respondió el chino-  Una vez, encontré una
    partida del pariente de usted y allí se elogiaba mucho la variante
   inventada por él. 

  A estas alturas, el capitán estaba a punto de reventar. Se levantó nerviosamente, se acercó a una alacena y extrajo de un cajón un tablero de ajedrez y una caja que contenía las fichas. Puso ambas cosas sobre la mesa y dijo:

  - A ver, demuéstrame que sabes mover las fichas. No me fio.

            El pequeño oriental colocó con rapidez los peones, torres y demás en sus lugares de salida y luego, con rapidez, efectuó unos pocos movimientos desde ambos lados. En un momento dado, y con gran solemnidad, tomó en su mano el alfil negro de casillas negras y, describiendo en el aire un amplio y lento movimiento, lo depositó con sumo cuidado en la casilla B4 del tablero.  Hecho esto se quedó mirando con aire satisfecho al capitán McCutcheon.

         Éste miró de hito en hito al chino y, luego, al contramaestre y de nuevo al chino, que estaba exultante. Entonces, se hizo la luz en su mente.

 - ¡¡La variante de mi abuelo!! ¡¡la variante de McCutcheon!! -exclamó- Fíjate, Harry, ¿no es acojonante? ¿no te parece que si te hacen este movimiento te cagas de miedo?

       El contramaestre, aunque no veía por ninguna parte el acojono del movimiento, respondió educadamente que sí, y  que en su vida había visto movida tan profunda y peligrosa. A partir de aquí cambió todo: el capitán empezó a tratar al chino como si de un viajo amigo se tratara, y éste cuando vió que ya no había peligro de caminar por la palanca se dirigió al capitán con estas palabras:

 -Le estoy muy agradecido por la hospitalidad que me brinda, a cambio le voy a revelar un secreto que le va a convertir en un hombre rico.

            Al escuchar estas palabras, el capitán McCutcheon entornó los ojos y miró de reojo a su amigo Harry, que ponía cara de sospecha. Como si  hubiera leído el pensamiento de los dos marinos, Xao Lin sacó un papel de uno de sus bolsillos y se lo entregó al capitán, diendo:

 - Comprendo que no se me crea, pero aquí está la prueba. En estas 
    coordenadas hay una isla. Allí se encuentra el secreto.

          Con rapidez, el capitán desplegó una gran carta de navegación sobre la mesa después de haber apartado de un manotazo la acojonante variante ajedrecística de su ilustre predecesor, y con avidez trazó dos líneas que se cortaron en un punto. Cuando el capitán levantó la vista de la carta y miró al chino, sus ojos echaban llamaradas.

 - Aquí no hay más que agua, sinvergüenza -dijo en tono amenazante-

              Pero el chino no se inmutó. Al contrario, sostuvo imperturbable la mirada del capitán y respondió con toda calma lo siguiente:

 - Con el respeto debido, capitán, esa isla nadie la conoce salvo yo.
     Compruébelo, capitán, estamos cerca. 

             No se sabe si fue por el deseo inconsciente de escapar a la vergüenza de entrar escorado a puerto o por simple afán aventurero aderezado de codicia por la promesa del chino, pero el caso es que el Forward cambió de rumbo y se dirigió hacia la isla misteriosa.

            
            A partir de este momento se pierde completamente la pista, tanto al capitán McCutcheon como a su tripulación y su barco, por espacio de dos años hasta que en mayo de 1979 se produjo el hecho más sorprendente que ha quedado registrado en la historia del ser humano.



4. La aparición del polloides


            
 La secuencia de acontecimientos que cambiaron al mundo comenzó un 16 de mayo ... y a mediados de junio el mundo civilizado estaba a punto de la revuelta popular. Pero vayamos por orden.

        El primer toque de atención surgió en Alemania, cuando cerca de 300 personas se manifestaron ruidosamente ante el ayuntamiento de Stuttgart portando muslos de pollo en sus manos. Pronto, tan original protesta fue imitada en otras grandes capitales del mundo, y raro era el día que los noticiarios no se hacían eco de las manifestaciones en favor del polloides, como pronto se las denominó. En todas estas manifestaciones, muchas de ellas violentas, siempre los manifestantes agitaban amenazadoramente en sus manos grandes muslos de pollo. En poco tiempo, la cosa fue adquiriendo un cariz preocupante: las carnicerías se vieron obligadas a cerrar porque eran continuamente asaltadas por gente enloquecida que no hacía sino gritar: ¡polloides!, ¡quremos polloides! A duras penas los hipermercados y las grandes superficies pudieron seguir abiertos, pero a costa de nutrida vigilancia policial. Hacia finales de junio de ese año la situación mundial era ya insostenible:  las revueltas eran continuas, y los manifestantes ya no se limitaban como al principio a enarbolar muslos de pollo, sino que portaban pollos completos que arrojaban con violencia a los policías que acudían a controlar a la masa. 

     ¿Qué había ocurrido? ¿A qué se debían las violentas manifestaciones reclamando polloides? Resulta que un buen día, en determinadas carnicerías de todo el mundo, apareció un manjar rotulado escuetamente como "carne de polloides" Quienes tuvieron la fortuna de probarla ya no tuvieron paz. Aquella era la más sabrosa, tierna, aromática y jugosa de todas las carnes. Nadie había probado cosa semejante. Pero tal como apareció, desapareció poco después (probablemente por el consumo desmedido que se hizo de ella), y las personas de todo el mundo se echaron a la calle reclamando más polloides.

   Como la humanidad se encontraba prácticamente en guerra, se hizo necesaria la intervención del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas, que se reunió en sesión plenaria el primer día del mes de julio. Su presidente, el ilustre Rabindranath Azmasparasvilli abrió la sesión con estas palabras:

 - Señoras   y  Señores  consejeros, a  nadie se le oculta la gravedad de la 
   situación mundial,   que exige   una  respuesta  adecuada  y  rápida por  
   nuestra parte.  Es  necesario que  el mundo  vuelva al punto  donde  se 
   encontraba antes de la aparición del polloides. Con el fin de concretar el
   problema, voy a presentar ante ustedes las conclusiones a las  que han
   llegado los expertos que han sido consultados acerca de  la naturaleza 
   del polloides. Presento a ustedes al Dr. Marcel Poulet ... - si alguien
   vuelve a reirse le invitaré a que abandone la sala ... perdone, Dr, tiene
   usted la palabra.

     Un hombre que no tendría ni cuarenta años se levantó y se aproximó al atril de oradores. Después de mirar a los asistentes comenzó con estas palabras:


 - Señoras  y  señores  consejeros,  creo  interpretar  acertadamente   la 
    situación  si  paso  directamente    al   asunto    prescindiendo  de  las 
    formalidades.  -murmullos de aprobación- Mi equipo ha estudiado de      
   forma exhaustiva las muestras de polloides y estas son las conclusiones 
    que presento a la  consideración de ustedes.
    Dejando  aparte el detalle  de que esta carne ha aparecido de manera 
    repentina en  el mercado sin que haya  sido sometida  a  los  controles 
    sanitarios y fiscales de rigor, podemos  afirmar  lo  siguiente en relación 
    con la carne de polloides.

 El doctor Poulet se aclaró la garganta y prosiguió en estos términos:

    Ante todo, hay que  afirmar sin restricciones  de  ninguna clase  que el 
    polloides   no solo es el manjar más delicioso de que se tiene constancia
   en toda la historia humana, sino que no presenta ninguna característica,
    ni  química  ni  biológica,   que   suponga  peligro  para  la  salud  de  las
    personas  -suspiros de alivio- es más, sus propiedades alimenticias son
    del  todo  excelentes:  su bajo contenido en grasa y su muy equilibrada
   composición proteínica le hacen muy adecuado para el consumo humano
   a todos los niveles. 
 
    Pero, claro es,  aquí  no comparezco  para  elogiar  este alimento -que   
    eso ya se ha hecho en repetidas ocasiones en todo el mundo- sino para
     intentar esclarecer qué clase de animal es el que suministra esa carne.
    La primera pista  la  obtuvimos de la denominación  que aparecía en la
    etiqueta del producto.  Como es sabido,  los envases conteniendo esta 
    carne aparecieron de manera repentina y simultánea en varios lugares
    del mundo,   y  en  todos  estos  envases  figuraba  la  denominación de
    "Carne de Polloides", así, sin más. Ni procedencia, ni registro sanitario,
    ni  nada   de  lo  que  es  habitual.   Sorprende que este producto haya
    conseguido  invadir  el  mundo  sin que se  hayan  enterado  de ello las 
     autoridaders competentes, pero dejemos esto a quienes competa.

   ¿Por qué fue llamado  "polloides" ? Evidentemente alguien versado en la
   lengua  latina escogió  esta denominación para poner de manifiesto  la
   semejanza de esta carne con la del pollo de granja. En efecto, así es, y     esta semejanza trasciende la forma o el sabor, como enseguida
    explicaré a ustedes. Al mercado han llegado dos clases de piezas    
   de polloides: muslos y pechugas. Por de pronto, puedo afirmar con
   absoluta rotundidad qué NO ES el polloides.
    
    El   polloides  no  es  un  mamífero,    esto  es  claro  por  una  serie  de
    características anatómicas que no hace al caso exponer aquí pero que,
    como  es  natural,   se  encuentran  detalladas   y  convenientemente
    explicadas en  el  informe  que  he  elevado  al presidente  del Consejo.
    Tampoco  se  trata de un  pez,   por otra serie de razones igualmente
    concluyentes. Entonces, ¿qué nos queda?  ... -el doctor Poulet hizo
    aquí una pausa solemne-  pues no quedan sino tres alternativas: que 
    se  trate  de  un   ave,   o  de   un   reptil,   o  de  una  clase  de animal
    absolutamente  nueva.    Esto último  hay   que  descartarlo  por   ser
    completamente absurdo .......   a no ser que se piense  que  tenemos 
    comercio  con  alguna raza  extraterrestre.    En fin, seamos serios y
    prosigamos. Así, pues, queda por resolver el siguiente dilema: ¿ave o
    reptil?

         El doctor Poulet, un bioquímico de fama mundial, nunca se había visto ante auditorio más entregado que aquél, así que se recreó en su actuación.

  - Una    alternativa   fascinante,   por cierto,    y  no  es   sencillo  escoger.
    Aunque algunos de ustedes a lo mejor no lo creen, los reptiles y las aves
    son   grupos  emparentados.   Yo,  señoras  y   señores  consejeros,  en 
    nombre   del    equipo   multidisciplinar   que   me   honro   en   coordinar,
    manifiesto  mi  estupefacción  ante  el  polloides. El resultado de los
     análisis practicados a la carne de polloides arrojan un resultado
    imposible de aceptar.
  
    Con un gesto bien explícito el presidente acalló los murmullos de la sala y dijo:


     - Agradezco al doctor Poulet sus explicaciones. A cada uno de ustedes
         se  enviará  el informe completo  redactado  por  el equipo coordinado
         por el doctor. Ahora, abro el turno de palabra para  que se soliciten     
         del   doctor  Poulet   las aclaraciones  que ustedes puedan considerar
         pertinentes.

    No hubo necesidad de prolongar la sesión, ya que con la respuesta a la primera pregunta se despejó la incógnita principal.

   - Doctor, ¿qué clase de animal es ése que usted no puede ni siquiera
     considerar calificándolo como imposible?
    
   Cualquiera hubiera podido formular la pregunta, pues esta incertidumbre estaba matando al mundo entero. El honor correspondió al ilustre Sir Henry Ricroft, lord británico que desde que había probado la carne de polloides sin haber podido repetir por falta de existencias, sufría un síndrome de abstinencia más severo que el que padeció años atrás cuando se dejó, simultáneamente, de fumar, de beber y de aspirar pegamento. Cuando el bioquímico se dispuso a contestar, se produjo un silencio como pocas veces se ha experimentado.

      El parlamento del doctor Poulet fue breve, pero causó un impacto inenarrable.

  - Señor,   a    despecho   de   las  evidencias  científicas   he   hablado   de
     imposibilidad    porque,    si    nos   atuviéramos  exclusivamente  a    los
     exámenes  practicados sobre la carne de polloides, deberíamos afirmar
     sin duda alguna que el polloides es un dinosaurio.


5.  Conclusión

 
          Ahora se puede entender el exabrupto  citado al principio de esta historia. Al llegar a la isla misteriosa, que encontraron en el lugar exacto indicado por el chino Xao Lin, el capitán McCutcheon y sus hombres se apostaron en un lugar donde el chino les aconsejó. Era de noche y llovía a cántaros.

  - ¡Cagonlaleche ...!  

    Es lo menos que el buen capitán pudo exclamar, pues de repente casi se dió de bruces contra un bicho que al capitán le pareció un pollo gigante, que le miraba con ojos astutos.

     El mundo ya no fue el mismo a partir de ese momento. Ni tampoco el capitán McCutcheon, que se enriqueció hasta extremos casi indecentes a costa de una hasta entonces aislada población de lo que el bueno del capitán llamó muy acertadamente "dinopollos".

miércoles, 18 de abril de 2012


LA INCREÍBLE HISTORIA DEL FARAÓN FIMOSIS III


    Uno de los períodos más oscuros del Antiguo Egipto era, hasta hace apenas un par de años, el que mediaba entre 21 .. y 21 .. A.C. Y digo que "era" porque hoy día tenemos la fortuna de conocer, gracias a los trabajos de un eminente arqueólogo que enseguida presentaré, la sorprendente y tremenda historia de aquella lejana época, que afectó profundamente tanto a las instituciones como al pueblo egipcio de aquellos tiempos remotos. En la actualidad estamos en condiciones de afirmar que ninguna de las dinastías faraónicas o prefaraónicas acogió período tan poco convencional, digamos, como el que vió el reinado sucesivo de tres faraones hasta hoy completamente desconocidos: Fimosis I, su hijo Fimosis II y el hijo de este que fue (se veía venir) Fimosis III. 

  El responsable de la clarificación histórica del período antes indicado es el anciano arqueólogo Prof. Gerhard Metsacker, prusiano de pura cepa y profesor emérito de la Universidad de Lovaina. Es este profesor un hombre de carácter variable, habitualmente amable pero en extremo irascible cuando se le pincha. Pero, ante todo y sobre todo, es un hombre muy competente en su profesión. Sus ayudantes le aprecian sinceramente, pero gustan de echarle pullas de vez en cuando para divertirse a su costa viendo cómo se irrita el buen arqueólogo. Una de estas pullas, seguramente la más empleada, es la de llamarle Prof "Mete y Saker", lo que saca de quicio al buen hombre.
 
   El caso es que hacia finales del pasado siglo XX se encontraba el profesor dirigiendo unas excavaciones arqueológicas en las inmediaciones de la antigua Tebas cuando, en palabras del mismo, descubrió "por pura casualidad" (afirmación que le honra como científico) un arcón de piedra de unos 150 cm de longitud por algo más de 1 m de altura, que fue desenterrado por uno de sus ayudantes. Llamado el profesor, examinó con ojo experto el hallazgo y concluyó que parecía intacto. Con todos sus ayudantes rodeándole procedió con cuidado a abrir el arcón, lo que consiguió al cabo de 10 interminables minutos durante los que la expectación fue máxima. Cuando no menos de 20 pares de ávidos ojos miraron el interior del arcón recién abierto, la primera impresión fue de desencanto. Allí dentro no había sino dos objetos aparentemente insignificantes: una pequeña urna de metal y algo que parecía un molde de blanca escayola. La urna de metal, que estaba cerrada pero que se abrió con facilidad, reveló tan sólo un pequeño fragmento de algo que, a primera vista, pareció a los arqueólogos piel momificada. Después de examinar durante unos minutos aquel sorprendente hallazgo, el profesor Metsacker volvió a cerrar la urna y la entregó a uno de sus ayudantes para que la guardara entre los objetos que habría que estudiar en el laboratorio. Mientras tanto, uno de los ayudantes del profesor había extraido del arcón el curioso objeto que parecía ser un molde de escayola. El profesor Metsacker se quedó mirando a su ayudante, que examinaba con aire divertido el molde, que aparentaba representar dos montañas contiguas.
- Parecen un par de tetas -dijo al fin el ayudante del profesor-
El anciano arqueólogo miró con reprobación a su ayudante.
- Me parece que no es momento para ... -había empezado a decir el profesor. pero se detuvo y arrebató el molde a su ayudante y se puso a examinarlo con más detenimiento. El profesor Metsacker, que había pasado la mayor parte de su vida entre papiros, jeroglíficos y piedras antiguas, no era precisamente un experto en tetas, pero aun así musitó al cabo de un rato mientras devolvía el molde a su ayudante:
- Imposible, son demasiado grandes.
El ayudante del profesor, que que era experto en tetas, no estaba de acuerdo con su maestro, pero el respeto que le merecía éste le contuvo relativamente cuando respondió:
- Pues podría ser, no obstante lo que usted dice. Fíjese, profesor, que uno de estos montículos tiene en su parte superior lo que parece a todas luces un majestuoso pezón.
   
  Y ahí quedó todo, de momento. Espoleado por este original descubrimiento, determinó el profesor Metsacker trasladar la excavación a un sitio próximo, obedeciendo a su instinto de experto y viejo arqueólogo. Dos días después se efectuó el, esta vez sí, gran descubrimiento. A las 10 de la mañana de aquel mes de julio, la pala de uno de los trabajadores dejó al descubierto un par de losas que correspondían evidentemente a una escalera descendente. Imposible describir la agitación que se apoderó del campamento entero. Con ritmo frenético los trabajadores, a quienes se unieron abnegadamente los científicos, procedieron a retirar la arena que cubría aquella escalera, y a primeras horas de la tarde quedó al descubierto una gran piedra rectangular que cerraba parcialmente una entrada subterránea.
- Saqueada -sentenció el profesor- era de esperar.
Pero esto no contuvo los exaltados ánimos. Con gran ímpetu y dedicación fue retirada la piedra, revelándose entonces una oscura entrada. Pero ya caía la tarde y, a pesar de las protestas de sus ayudantes, el profesor Metsacker resolvió muy cuerdamente posponer para el día siguiente la exploración del recién descubierto recinto. Nadie durmió aquella noche.
   
  A primeras horas del día siguiente, apenas el sol se insinuó sobre el horizonte, estaba el profesor rodeado de todo su equipo en la entrada de aquella cueva, o lo que fuera. Encendió el profesor una potente linterna y se adentró resueltamente en la oscuridad. Al mirar a su alrededor pudo verse en una sala aproximadamente cuadrada, no demasiado grande. Con avidez el profesor dirigió el haz de su linterna hacia una de las paredes y quedó extasiado ante la contemplación de una escritura jeroglífica admirablemente bien conservada. Con ojos desorbitados miraba el buen arqueólogo aquellos signos. El silencio hubiera podido cortarse con un cuchillo. Pasado un buen rato, el profesor Metsacker se restregó los fatigados ojos y volviéndose hacia sus ayudantes, que le habían seguido en silencio, dijo solemnemente:
- ¡Es una tumba, y esta inscripción va a revolucionar al mundo de la ciencia, cuando no al mundo entero!

  Resumiendo el asunto, para no alargarlo en exceso, los acontecimientos siguientes fueron estos. La exploración de aquella habitación puso de manifiesto una puerta que comunicaba con un pasillo estrecho, al fin del cual se descubrió otra sala, esta considerablemente más grande que la primera. Esta segunda sala era una cámara mortuoria, con un gran sarcófago de piedra en su centro. El sarcófago estaba vacío. Con excepción del sarcófago, ningún objeto se encontró en esta cámara mortuoria interior, pero los jeroglíficos que adornaban las paredes fueron recompensa más que sobrada. Cuando uno de sus ayudantes preguntó al profesor Metsacker por el misterioso arcón de piedra descubierto fuera de la tumba, la respuesta de este fue la siguiente:
- Entiendo que el arcón debió formar parte del ajuar de la tumba, y si se salvó del saqueo debió ser porque a los ladrones no les pareció apetecible y lo abandonaron en su huida.
Y así quedaron las cosas hasta que el profesor, en la paz de su gabinete de trabajo en la Universidad, completó la treaducción de los jeroglíficos encontrados. Lo que resulta admirable, aparte de la historia en sí que se relata en la escritura jeroglífica, es que el profesor Metsacker se revelara como un novelista consumado no exento de cierto gracejo, cosa esta última que no debe extrañar dada la naturaleza de la historia. Porque es el caso que el serio científico presentó sus resultados ¡en forma novelada! Así que no se limitó a dar a conocer la traducción de sus jeroglíficos bajo la fría forma académica, sino que los expuso en forma de novela histórica, cosa que nunca le agradeceremos bastante. Dado que el relato del profesor Metsacker hasta ahora sólo ha sido aprovechado en el estrecho ámbito de la ciencia, lo expongo aquí para general regocijo y conocimiento. Advierto que lo que se va a exponer es un relato que se corresponde en todo con la realidad acontecida en aquel siglo, por extraño o increible que pueda parecer. Esta es la historia que escribió el profesor Metsacker.

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El Sumo Sacerdote Amanothep se encontraba en sus aposentos aquella calurosa tarde de julio mirando indolentemente por uno de los ventanales desde los que se podía contemplar el palacio del Faraón Fimosis III. El palacio del Faraón estaba ubicado a unos 300 m de la residencia del Sumo Sacerdote, y entre ambos edificios se extendía un magnífico patio enlosado en el que abundaban las estatuas y otros elementos de decoración. Amanothep estaba medio adormilado a consecuencia del calor y de la reciente comida, por lo que a buen seguro que se hubiera quedado dormido en su sillón de no haber sido por aquella vaporosa y estilizada figura que en un determinado momento vió salir del palacio del Faraón. Al instante se puso en guardia y miró con atención la figura que, envuelta en sedas azules y blancas, recorrió graciosamente el patio enlosado y desapareció rapidamente en el interior de uno de los palacios que circundaban la residencia del todopoderoso Fimosis III. Amanothep se había levantado y miraba con desesperación por la ventana.
- ¡Oh, no, no! -había murmurado-
Al instante el Sumo Sacerdote, como movido por un resorte, abandonó sus aposentos y, saliendo al patio lo cruzó rapidamente en dirección hacia el palacio del Faraón con el semblante ensombrecido. Con toda la rapidez que le permitieron sus cansadas piernas, pues Amanothep contaba ya con 68 años de edad (que para la época era muchísimo), subió las escalinatas que daban acceso al interior del palacio real. Cuando no vió a la guardia en su sitio, la expresión de su rostro se tornó fúnebre. Y todavía se alarmó más el bueno de Amanothep cuando pudo escuchar uno sordo concierto de quedos gemidos que salían del interior de las letrinas adyacentes al cuerpo de guardia. No pudo contenerse más tiempo y gritó:
- ¡Capitán! ¡Capitán de la guardia!
En vano esperó varios minutos, durante los cuales continuó escuchando aquellos sorprendentes gemidos en el interior de las letrinas. Cuando ya, fuera de sí, repitió por tercera vez su voz de mando y vió salir de las letrinas a un tambaleante soldado con los ojos vidriosos y el rostro más blanco que la cera, el Sumo Sacerdote pareció comprender algo y salió disparado hacia las habitaciones del Faraón, mientras decía en voz alta:
- ¡No, otra vez no, otra vez no!

  Jadeante llegó Amanothep a las habitaciones privadas del Faraón, y entró como una exhalación sin llamar siquiera. Ante semejante sacrilegio, cualquiera que no hubiera sido el Sumo Sacerdote de Osiris hubiera sido echado a los cocodrilos del Nilo, pero el Sumo Sacerdote gozaba de ciertos privilegios, por fortuna para Amanothep. Sorprendiendo a todos quienes allí se encontraban, el Sumo Sacerdote voló por el vestíbulo y, atravesando un portalón de dobla hoja, se personó ante el Dios en la Tierra, o sea antre el Faraón. Cuando Amanothep contempló el rostro desencajado de Fimosis III, que estaba hecho un ovillo encima de un diván agarrándose con ambas manos el paquete, los negros presagios que hasta el momento había albergado el Sumo Sacerdote encontraron drámatica confirmación.
- ¡Oh, Señor, otra vez ha estado aquí esa mujer! -dijo con una mezcla de pena e irritación-
El Faraón le miró con semblante acongojado, sin poder articular palabra.
- Así no puedes continuar, Señor, hay que tomar una determinación con toda urgencia.
El Sumo Sacerdote había dicho esto con semblante decidido y extremadamente serio. El Faraón, mirándole entonces con desesperación, le contestó con un hilo de voz:
- ¡Lo sé, lo sé! pero, ¿qué hago? ¡¡qué hago!!
Amanothep tomó asiento junto al Faraón y le miró con cariño.
- Como sabes -empezó a decir el Sumo Sacerdote- he tenido el privilegio de servir a tu insigne padre y a tu augusto abuelo, y por ello me apena profundamente verte sufrir de esta manera. Has recibido de tus progenitores una herencia terrible, y antes de verte morir como ellos te juro por Osiris que te llevo a rastras hasta la casa del físico. ¡Tienes que operarte de esa maldita fimosis!

  El Faraón pareció tranquilizarse con aquel arranque del Sumo Sacerdote y, lejos de sentirse ofendido por el tono de las palabras de éste, le miró como un pobre perro apaleado contempla a quien le echa un trozo de pan.
- ¡Pero es que me dá miedo! ¡me entra un acojono que no puedo!
- El físico es un buen profesional ...
- ¡Y un huevo, Amanothep! -dijo irritado el Faraón- ¿no te acuerdas acaso de mi anterior Capitán de Guardia, a quien ese físico sajó un forúnculo en el culo y desde entonces está de baja echado boca abajo? ¿acaso olvidas a ese soldado que simplemente tuvo un esguince de muñeca y que ha terminado con el brazo amputado por encima del codo? ¡Ni hablar, es un carnicero!
El Sumo Sacerdote meditó unos instantes, y añadió:
- Pues entonces recurramos a otro físico. En la colonia hebrea he oido decir que hay buenos médicos.
Fimosis III miró torvamente a Amanothep.
- ¡Dí que sí, Amanothep, con la tirria que nos tienen esos usureros!     capaces serían de dejarme inválido.
- Pues entonces un médico persa ...
- ¡Por Horus, Amanothep! ¿no se te ocurren más que enemigos?
El Sumo Sacerdote iba a responder cuando un sirviente musitó unas palabras al oido del Faraón. Éste se levantó y dijo:
- Espera, que ahora vuelvo.
Y desapareció tras unos cortinajes. Al poco, Amanothep pudo escuchar un suspiro de alivio y momentos después reaparecía el Faraón.
- Comprenderás, Señor, que no puedes estar recurriendo al agua fría cada dos por tres.
El Sumo Sacerdote hizo una pausa, y prosiguió:
- Pero díme, Señor, ¿ha sido esta vez como las otras anteriores?
El Faraón se había levantado y paseaba por la habitación como una fiera enjaulada.
- ¡Peor! -respondió- ¡esta vez ha sido peor! En esta ocasión ha venido con unas sedas transparentes ... -y el Faraón dejó escapar un débil gemido- unas sedas debajo de las cuales se bamboleaban ... se movían ...
Amanothep miraba expectante al Faraón.
- Se agitaban ... ¡¡esas tetas inmensas!! ... -y el Faraón, mientras decía esto, describía con sus brazos enormes círculos en el aire.
El Sumo Sacerdote movió desalentado la cabeza, y dijo en voz baja:
- Hay que hacer algo, Señor, no sólo es tu salud la que está en juego, ¡sino también el porvenir de tu reino! Es como una maldición que nos persigue: tres faraones seguidos reducidos a la miseria por tres mujeres también emparentadas entre sí. A tu abuelo lo mató la abuela de la actual Sacerdotisa de Isis, tu padre pereció de mala manera debido a la hija de aquella, y ahora tú te ves en el mismo trance con la nieta de aquella Sacerdotisa que conocí cuando reinaba tu abuelo.
La voz del Sumo Sacerdote se había tornado susurrante.
- Tu pobre abuelo ... nunca olvidaré aquel funesto día ... cuando ocurrió aquello ... en la solemnidad de Osiris. La Sacerdotisa de Isis con aquellas ... con ...
Esta vez fue el Faraón quien miraba expectante al Sumo Sacerdote.
- ... solemnes y ... ¡¡tremendas tetorras!!
- ¡Amanothep!
Con rapidez el Sumo Sacerdote recompuso el rostro, en el que por un momento fugaz se había dejado entrever una expresión de lujuriosa nostalgia.
- Señor, debemos hablar ahora mismo sobre esto. Hay que acabar como sea con esta plaga que nos azota. Si esto continúa así, puede ocurrirte en cualquier momento lo que le pasó a tu desgraciado abuelo. Y en tu caso, además existe una agravante.
- ¿Cual? -replicó asombrado el Faraón-
El Sumo Sacerdote Amanothep hizo una mueca y continuó diciendo:
- Tú, Señor, has heredado de tu padre y de tu abuelo esa desgraciada fimosis que tanto te hace sufrir, y no olvides que tu abuelo murió a consecuencia de ella.
- Ya lo sé, y mi padre también.
- En realidad tu padre no murió a consecuencia de esto, si bien su fallecimiento tuvo que ver igualmente con la Sacerdotisa de Isis, la madre de la actual Sacerdotisa.
- Todo eso ya lo sé -replicó el Faraón- y no sé a dónde quieres ir a parar.
La impaciencia dominaba ahora al Sumo Sacerdote.
- Pues que si tu abuelo murió a consecuencia de su fimosis y por causa de la abuela de la actual Sacerdotisa, teniendo además en cuenta que tu abuelo era poco menos que un asceta, pues tú ... tú con mayor razón estás expuesto a la misma clase de muerte.
- ¿Con mayor razón? Explícate.
- Pues es que tú, Señor, tú ... tus condiciones ...
Ante estos circunloquios, el Faraón terminó explotando.
- ¡Por Anubis, Amanothep! ¿lo dirás ya?
El Sumo Sacerdote tenía la cabeza baja cuando replicó quedamente:
- Es que tú, Señor, con todos mis respetos, eres un calentorro de cuidado.
Hay que reconocer a Fimosis III su elegancia cuando respondió sin el menor asomo de irritación en su voz:
- Tienes razón, eso es verdad.
El Sumo Sacerdote repiró aliviado y, animándose, empezó a decir:
- El asunto tiene dos vertientes, a saber. Una eres tú, que me importas más de lo que puedas creer. Y luego está el reino.
- ¿El reino? ¿qué le pasa al reino?
- ¡Cómo que qué le pasa! ¡Pues le pasa que no hay en el mundo nación más desmoralizada y enferma que esta!
El Faraón miraba asombrado a Amanothep.
- ¡Sí, mi Faraón, Dios en la Tierra! ¿Qué piensas tú de un pueblo que lleva más de 80 años pajeándose de manera inmisericorde? ¿Cómo piensas tú, mi Faraón, que se encuentra el estado de salud de tu ejército? Hace apenas un rato, cuando he entrado en el Palacio, estaba toda la la guardia meneándosela en las letrinas.
El Faraón miraba al Sumo Sacerdote como si no estuviera entendiendo nada, hasta que de repente la luz pareció encenderse en su cerebro.
- ¡Claro! ... no me extraña eso que dices de la guardia. Debe haber pasado ante ellos dando saltitos y meneando las tetas.
Amanothep volvió enseguida a tomar las riendas de la conversación.
- Y ten en cuenta que esto está generalizado desde los tiempos de tu abuelo. En aquellos días, Señor, no había hombre en la Corte que no tuviera las palmas de las manos encallecidas a expensas de la Sacerdotisa. Y la cosa no mejoró en tiempos de tu padre, de feliz memoria. Aun cuando la madre de la actual Sacerdotisa no era tan potente, digamos, como su propia madre, el caso es que también había que verla. Y actuaba, la muy ... exactamente como las otras dos; se exhibía por todas partes y a todas horas. Tenías que haber visto a los soldados: pálidos y temblorosos todo el día. En estos tiempos que te digo, cuando tu padre, estuvo Egipto en un tris de desaparecer.
- ¡Qué dices!
- Lo que oyes, Señor. En aquellos días los persas merodeaban cerca de nuestras fronteras, y pensamos que íbamos a entrar inevitablemente en guerra con ellos. ¿Se te ocurre pensar, Faraón, qué hubiera ocurrido si nuestros soldados se hubieran visto en la necesidad de acudir al combate estando como estaban, que ni se tenían en pie ni tenían fuerzas siquiera para sacar la espada de su funda? Por fortuna los persas se retiraron.

  El Faraón miraba como alucinado al Sumo Sacerdote, el cual, impertérrito, concluyó diciendo:
- Comprenderás, Señor, que esto debe terminar ya mismo. Por tí y por Egipto.
El Faraón permaneció serio y reflexivo durante un buen rato, hasta que una leve sonrisa iluminó su rostro.
- Me ha hecho gracia eso que me has contado, Amanothep -dijo el Faraón mirando fijamente al Sumo Sacerdote. De manera que ya en tiempos de mi abuelo empezaron a generalizarse los meneítos a costa de la Sacerdotisa. Bueno, bueno ... -una amplia sonrisa cruzaba la cara del Faraón ahora- y tú entonces tendrías unos 20 años.
- 18, Señor.
- Pues entonces seguro que tú, también ... ¿eh?, Amanothep ... A mano ... a mano ... Amanothep - y mientras esto decía, el Faraón movía rítmicamente su mano derecha tal y como si estuviera tocando una zambomba.
Y Fimosis III medio se encanó de risa. Por su parte, el Sumo Sacerdote se limitó a decir:
- Señor, ya te lo he explicado. En aquellos tiempos no había un hombre incólume - y esperó a que el Faraón terminara de reirse-
- Bueno, mi fiel Amanothep -dijo al fin el Faraón- no pasa nada. Cosa de poca importancia es esta, total por un quítame allá esas pajas ...
Ahora las risotadas de los dos hombres pudieron escucharse durante un buen rato incluso desde el patio enlosado exterior.
Cuando al cabo de un tiempo consiguieron calmarse, el Sumo sacerdote recuperó pronto su compostura y dijo muy serio al Faraón.
- Señor, chanzas aparte, el asunto es serio. Y ahora que lo pienso, opino que puede ser beneficioso que te refresque la memoria en lo relativo a tus ilustres antepasados.
El Faraón nada dijo, y Amanothep prosiguió.
- Como hace un rato te dije, la cosa es bien sencilla. Tres mujeres: abuela, madre e hija -las tres, Sacerdotisas de isis- han conseguido con su infame exhibicionismo acabar con la vida de dos faraones: tu abuelo y tu padre, al tiempo que han comprometido gravísimamente el porvenir de la nación egipcia. Y quiera Osiris que la actual Sacerdotisa no termine contigo también. Empezaré por hablar de los tiempos de tu abuelo, por ser estos los primeros en orden cronológico y haber sido, por otra parte, en extremo dramáticos. Tu pobre abuelo padecía una fimosis al estilo de la tuya, es decir tremenda, pero tu buen abuelo lo llevaba bastante bien porque, como también te dije hace un rato, llevaba una vida muy retirada y ajena al mundanal ruido. No es que fuera inmune a los encantos femeninos, entiéndeme, pero no daba ocasión a que éstos se manifestaran. Pero por desgracia, por allí andaba la Sacerdotisa de Isis, que era ...
- La abuela de la de ahora, ya lo sé. Sigue -apremió el Faraón interrumpiendo el discurso del Sumo Sacerdote.
- Pues bien -siguió éste- aquella mujer era incluso más potente que la actual Sacerdotisa.
- ¡No me digas!
- Sí, era algo tremendo. Poseía una figura escultural y, sobre todo, unas tetazas que había que verlas. Eran ...
- Me hago cargo. ¡Sigue! El Faraón había interrumpido nuevamente al Sumo Sacerdote, ahora porque temía una recidiva de su dolor de prepucio.
- Lo que es de admirar, ciertamente, es que tanto la abuela, como la madre y como la nieta se hayan distinguido por la posesión de una descomunal delantera -sentenció Amanothep- pero así fueron las cosas y así están hoy. Bien. Para empeorar todavía más el asunto en cuestión, la Sacerdotisa de Isis de tu abuelo gustaba de los vestidos ajustados y de los corsés prietos, a diferencia de la de ahora, que se decanta por las telas vaporosas.
- No sé que es peor.
- ¡Aquello! -se apresuró a responder Amanothep- ¡Aquello era mucho peor! Intenta imaginar por un momento, Faraón, lo que podía ser una mujer de bandera y unas tetas colosales embutidas en una talla notoriamente más pequeña que la que reclamaba toda aquella magnificencia. ¡Era algo espectacular!
Fimosis III sintió en aquel momento una punzada de dolor en el prepucio y alentó al Sumo Sacerdote a que pasara a otra cosa.
- Era un verdadero escándalo, y como la susodicha se exhibía por todo el complejo real sin ningún reparo no cuesta trabajo imaginar el revuelo que había constantemente. Hasta tal extremo llegó la cosa que tu abuelo resolvió emitir un decreto por el que se prohibía a la Sacerdotisa de Isis salir de sus aposentos, con excepción de aquellos eventos protocolarios en que su presencia fuera obligada. Así que llamó un día al amanuense ...
Amanothep había interrumpido su discurso al ver que Fimosis III se reía sin hacer ruido. esperó hasta que el Faraón dijo:
- Así que el amanuense, a manu ... ense. ¡Otro que tal!
A pesar suyo, el Sumo Sacerdote no pudo evitar que su rostro se iluminara con una sonrisa cómplice.
- Supongo que sí. En aquellos tiempos era algo poco menos que obligado. Bueno, a lo que iba. Con el enclaustramiento de la Sacerdotisa la vida palaciega mejoró bastante durante un tiempo. Ya no se veían esos rostros demacrados, aquellos labios babeantes. Y así hasta el horrendo día aquél. Era la fiesta de Osiris, que se celebraba entonces con mayor suntuosidad si cabe que hoy día. El palacio real abarrotado, tu abuelo el Faraón sentado en el trono, los generales del Ejército a ambos lados de tu abuelo. En fin ... Todavía no había llegado la Sacerdotisa de Isis, que debía pronunciar el discurso de apertura. Se la esperaba con la expectación que te puedes imaginar. En un momento dado se abrieron las puertas y aquel prodigio de la naturaleza hizo su entrada con un esplendor extraordinario. Ella, a la cabeza de una larga comitiva, se dirigió lentamente hacia donde se encontraba tu abuelo. A su paso se levantaban murmullos de admiración, y supongo que alguna cosa más también se levantaría, porque aquella tremenda mujer iba más apretada y ceñida que nunca. Los más prudentes apartaron la vista, pero muchos otros no lo consiguieron, yo entre ellos, lo reconozco. La imagen de aquella mujer, en pie ante tu abuelo, tan estirada como se puso y tan apretada como iba, es algo que no se apartará de mi recuerdo mientras viva. En mi vida he visto ni veré cosa semejante.

  El Sumo Sacerdote hizo entonces una dramática pausa, y continuó:
- Y entonces se produjo el desastre, la hecatombe. La Sacerdotisa tomó entre sus manos el pergamino donde se encontraba el discurso que debía pronunciar, llenó de aire los pulmones con el fin de empezar con voz resuelta ... y se desataron las furias de Anubis. Aquel ceñidísimo vestido que llevaba no pudo aguantar semejante tensión y se soltaron todas las costuras. Y allí quedó, frente a tu abuelo, aquella mujer con aquellas mayestáticas y esplendorosas tetas vibrando al aire al quedar de repente desembarazadas de su encierro. Pude escuchar algunos gritos, y de pronto tu abuelo profirió el alarido más escalofriante que he escuchado jamás. Miramos todos hacia él, y lo vimos derrumbado hacia atrás en su trono, con los ojos desorbitados fijos como los de un búho en aquellas impresionantes ubres. Alguien gritó a mi lado y ví entonces teñida de rojo la ropa del faraón. La confusión fue horrible: mientras unos se abalanzaban sobre tu abuelo para atenderle, otros corrían despavoridos y muchos rodearon a la Sacerdotisa, que seguía allí en pie, con las tetas al aire y mirando de manera desafiante a su alrededor. Nada se pudo hacer por tu abuelo, que murió como sabes en el mismo trono. El posterior parte médico fue demoledor: "desgarro explosivo del prepucio, esguince de frenillo y eyaculación retrógrada". Con excepción del esguince de frenillo, que en sí mismo carecía de importancia, las otras dos afecciones resultaban mortales de necesidad. La exlosión del prepucio, consecuencia de la violenta y repentina erección que padeció tu abuelo, produjo una hemorragia tan copiosa que no pudo ser cohibida a pesar de los esfuerzos de los físicos. Esta fue la causa de la muerte de tu desgraciado abuelo, que quedó allí mismo exánime. Pero si esto no hubiera acabado con su vida, lo hubiera hecho sin duda la eyaculación retrógrada, que debió ocasionar una tensión tremenda en los testículos hasta el extremo de hacerlos explotar si tu pobre abuelo no hubiera fallecido antes.
Fimosis III estaba mirando al Sumo Sacerdote con el semblante horrorizado.
- Y lo demás, pues ya sabes que es del dominio público. La Sacerdotisa fue encontrada culpable de la muerte del Faraón y se le condenó a ser enterrada viva junto a tu abuelo. Mi predecesor, el Sumo Sacerdote de aquellos tiempos, fue el encargado de comunicar a la interesada aquella terrible sentencia. Por suerte para ella, la infeliz no pudo soportar la tremenda noticia y se quedó como un pajarito cuando se la notificaron. Pero, por lo demás, todo transcurrió como estaba previsto. Las exequias estuvieron revestidas del fasto que puedes imaginar. Tu abuelo fue paseado a sarcófago descubierto por toda Tebas, y detrás iba, en las mismas condiciones, el sarcófago de la sacerdotisa. Todo se desarrolló como estaba previsto, y sólo hubo un inconveniente, que hubo de ser solventado de una manera poco ortodoxa, esa es la verdad. Ya en el interior de la tumba, se había previsto que el sarcófago de la sacerdotisa fuera depositado en una cámara adyacente a la cámara real. Al terminar los trabajos con el sarcófago de tu abuelo, se fue a proceder al cierre del sarcófago de la sacerdotisa; no hubo manera. No hubo forma humana de poder cerrar la tapa del sarcófago, ya me entiendes. Al fin se recurrió a colgar a aquella desafortunada de un gancho que se clavó en una de las paredes.
La cara de Fimosis III era todo un poema trágico.
- No conocía alguno de esos detalles -musitó-
El Sumo Sacerdote, que estaba lanzado, prosiguió con tono docente.
- La época de tu padre fue algo mejor en unos aspectos, aunque peor en otros. Al menos tu padre no murió de manera tan trágica, si bien en su muerte influyó de manera decisiva la Sacerdotisa de turno. Simplemente, tu padre murió de agotamiento. Su suerte fue que, por alguna razón, su fimosis no era tan severa como la de tu abuelo, y consiguió descapullar un poco. Luego, a fuerza de cascársela fue resolviendo poco a poco su problema. Pero en esta época, como antes te dije, la salud de Egipto estuvo verdaderamente comprometida. Apenas se podían tener en pie los hombres.
- ¡Basta, Amanothep! ¡He escuchado ya bastante! -explotó Fimosis III-
El Sumo Sacerdote miró de manera expectante al Faraón, que después de una solemne pausa dijo con voz serena:
- Lo acabo de decidir de manera irrevocable ¡me opero!
- ¡Oh, Señor ...!

  El fin de esta historia es digno de su asombroso desarrollo. Por una gracia especial de Osiris, seguramente, Fimosis III salió con bien de manos del físico, y un día se presentó radiante ante Amanothep.
- Querido amigo -le dijo con un cariño y familiaridad que conmovieron al anciano Sumo Sacerdote- ya ves que he solucionado mi problema, y mira lo que traigo.
Y enseñó a Amanothep una pequeña urna metálica.
- Aquí dentro -dijo orgullosamente el Faraón- se encuentra mi prepucio embalsamado. He dispuesto que a mi muerte se entierre junto a mí. ¡Guárdalo tú y encárgate de que se cumpla mi voluntad! Y, además, querido Amanothep, te comunico que he encontrado la manera de terminar con esta especie de maldición que ha aquejado a Egipto desde los tiempos de mi abuelo -y el Faraón se quedó mirando de manera triunfante al Sumo Sacerdote-
- ¿No te imaginas?
- Señor ... no se me ocurre ...
- ¡He resuelto casarme con ella! -concluyó el Faraón-
La cara del Sumo Sacerdote se iluminó entonces.
- ¡Oh, Señor, qué clarividencia, qué previsión, qué penetración!
- Eso último dalo por hecho.
Y así, de manera tan natural como la que se narra, terminó aquel sin vivir, aquel período oscuro y decadente.

  Poco después del casamiento del Faraón con la Sacerdotisa de Isis, quedó ésta embarazada y dió a luz en el tiempo previsto a una niña. La reina, como consecuencia del embarazo y de la lactancia posterior, engordó hasta el punto de quedar irreconocible.
- ¡Quien la ha visto y quien la vé! -era el comentario generalizado-
Bien es cierto que con semejante engorde, las tetas de la exsacerdotisa habían alcanzado un volumen poco menos que galáctico, pero como el resto del cuerpo no animaba a especulaciones, el problema antaño suscitado desapareció como por arte de magia. El pajeo quedó reducido en Egipto a niveles asumibles y todo volvió a la normalidad.
No obstante, había algo que preocupaba al anciano Amanothep, que un día, no pudiendo resistir más, puso en conocimiento del feliz Faraón.
- Así que, Señor, ya lo único que me preocupa es el porvenir de la pequeña princesa.
- ¿Y cómo es eso?
Con débiles palabras, el Sumo Sacerdote refirió al Faraón sus preocupaciones, y terminó con estas palabras.
- Imagina que, dentro de unos años, tu hija hereda el esplendor de sus progenitoras y se reedita el asunto que ya sabes.
El Faraón palideció de pronto y se quedó sin saber qué responder.
Así que, los años sucesivos, Fimosis III y Amanothep, vivieron en un constante sobresalto vigilando sin parar la evolución de la princesa. Una camaradería como pocas las ha habido surgió entre los dos hombres.
- Pues parece que no crece mucho -decía uno de ellos un día-
- ¡Que Osiris te escuche! -respondía el otro-
O bien, esto otro:
- Está como encanijada.
- ¡Gracias, gracias!
Y un día, los asombrados soldados del cuerpo de guardia vieron salir corriendo del palacio real al Faraón, que sin protocolo alguno, cruzó el patio enlosado en dirección al palacio del Sumo Sacerdote.
- ¡Amanothep! ¡Amanothep! -iba gritando-
Cuando, jadeante, compareció ante el ya muy anciano Sumo Sacerdote, el rostro del Faraón era de una felicidad inenarrable.
- ¡Amanothep! ¡Querido amigo y compañero de fatigas! ¡Todo ha terminado!
El Sumo Sacerdote, impresionado, no acertaba a responder.
- Señor, señor ...
- ¡Ya está, Amanothep! ¡¡Le ha venido la regla a la princesa!
- ¿Y ...?
El Faraón estaba como fuera de sí.
- ¿Pero es que no lo entiendes, viejo amigo? ¡Le ha venido la regla, ya no crecerá mucho más, su cuerpo ha alcanzado la madurez sexual!
Entonces, El Sumo Sacerdote pareció comprender, y una sonrisa distendió las muchas arrugas que surcaban su rostro.
- ¡Claro, claro!
- ¡En efecto, Amanothep! -subrayó el Faraón- y ya sabes cómo es mi hija: bajita y poca cosa, ¡y más lisa que una losa para inscripciones!
Entonces, el Sumo Sacerdote elevó sus ojos al cielo mientras dos gruesas lágrimas recorrian sus mejillas. Y su plegaria conmovió profundamente al Faraón.
- ¡Gracias, gracias! ¡¡Egipto se ha salvado!!

  A la muerte del Faraón Fimosis III, el sucesor del gran Amanothep cumplió con la voluntad expresada en su día por el Faraón, e hizo enterrar junto al resto de objetos de rigor en esos casos, la urna metálica que había recibido de manos de Amanothep, encerrándola en un arcón de piedra. Un objeto más incluyó en dicho arcón, y recordó al respecto lo que un día le dijo su predecesor.
- Mira, esto no ha sido mandado por el Faraón, pero es seguro que no le desagradaría si se enterara. Prefiero, no obstante no decírselo. Y tomó en sus manos el molde de escayola que le entregaba Amanothep.
- ¿Qué es? -había preguntado-
Una enigmática sonrisa, moteada de nostalgia, había iluminado el rostro de Amanothep.
- Mandé hacerlo por mi cuenta. Es un regalo para la posteridad.