LA INCREÍBLE HISTORIA DEL FARAÓN FIMOSIS III
Uno de los períodos más oscuros del Antiguo Egipto
era, hasta hace apenas un par de años, el que mediaba entre 21 .. y 21
.. A.C. Y digo que "era" porque hoy día tenemos la fortuna de conocer,
gracias a los trabajos de un eminente arqueólogo que enseguida
presentaré, la sorprendente y tremenda historia de aquella lejana época,
que afectó profundamente tanto a las instituciones como al pueblo
egipcio de aquellos tiempos remotos. En la actualidad estamos en
condiciones de afirmar que ninguna de las dinastías faraónicas o
prefaraónicas acogió período tan poco convencional, digamos, como el que
vió el reinado sucesivo de tres faraones hasta hoy completamente
desconocidos: Fimosis I, su hijo Fimosis II y el hijo de este que fue
(se veía venir) Fimosis III.
El responsable de la clarificación histórica del período antes indicado es el anciano arqueólogo Prof. Gerhard Metsacker, prusiano de pura cepa y profesor emérito de la Universidad de Lovaina. Es este profesor un hombre de carácter variable, habitualmente amable pero en extremo irascible cuando se le pincha. Pero, ante todo y sobre todo, es un hombre muy competente en su profesión. Sus ayudantes le aprecian sinceramente, pero gustan de echarle pullas de vez en cuando para divertirse a su costa viendo cómo se irrita el buen arqueólogo. Una de estas pullas, seguramente la más empleada, es la de llamarle Prof "Mete y Saker", lo que saca de quicio al buen hombre.
El responsable de la clarificación histórica del período antes indicado es el anciano arqueólogo Prof. Gerhard Metsacker, prusiano de pura cepa y profesor emérito de la Universidad de Lovaina. Es este profesor un hombre de carácter variable, habitualmente amable pero en extremo irascible cuando se le pincha. Pero, ante todo y sobre todo, es un hombre muy competente en su profesión. Sus ayudantes le aprecian sinceramente, pero gustan de echarle pullas de vez en cuando para divertirse a su costa viendo cómo se irrita el buen arqueólogo. Una de estas pullas, seguramente la más empleada, es la de llamarle Prof "Mete y Saker", lo que saca de quicio al buen hombre.
El caso es que hacia finales del pasado siglo XX se encontraba el
profesor dirigiendo unas excavaciones arqueológicas en las inmediaciones
de la antigua Tebas cuando, en palabras del mismo, descubrió "por pura
casualidad" (afirmación que le honra como científico) un arcón de piedra
de unos 150 cm de longitud por algo más de 1 m de altura, que fue
desenterrado por uno de sus ayudantes. Llamado
el profesor, examinó con ojo experto el hallazgo y concluyó que parecía
intacto. Con todos sus ayudantes rodeándole procedió con cuidado a
abrir el arcón, lo que consiguió al cabo de 10 interminables minutos
durante los que la expectación fue máxima. Cuando no menos de 20 pares
de ávidos ojos miraron el interior del arcón recién abierto, la primera
impresión fue de desencanto. Allí dentro no había sino dos objetos
aparentemente insignificantes: una pequeña urna de metal y algo que
parecía un molde de blanca escayola. La urna de metal, que estaba
cerrada pero que se abrió con facilidad, reveló tan sólo un pequeño
fragmento de algo que, a primera vista, pareció a los arqueólogos piel
momificada. Después de examinar durante unos minutos aquel sorprendente
hallazgo, el profesor Metsacker volvió a cerrar la urna y la entregó a
uno de sus ayudantes para que la guardara entre los objetos que habría
que estudiar en el laboratorio. Mientras tanto, uno de los ayudantes del
profesor había extraido del arcón el curioso objeto que parecía ser un
molde de escayola. El profesor Metsacker se quedó mirando a su ayudante,
que examinaba con aire divertido el molde, que aparentaba representar
dos montañas contiguas.
- Parecen un par de tetas -dijo al fin el ayudante del profesor-
El anciano arqueólogo miró con reprobación a su ayudante.
- Me parece que no es momento para ...
-había empezado a decir el profesor. pero se detuvo y arrebató el molde
a su ayudante y se puso a examinarlo con más detenimiento. El profesor
Metsacker, que había pasado la mayor parte de su vida entre papiros,
jeroglíficos y piedras antiguas, no era precisamente un experto en
tetas, pero aun así musitó al cabo de un rato mientras devolvía el molde
a su ayudante:
- Imposible, son demasiado grandes.
El ayudante del profesor, que sí
que era experto en tetas, no estaba de acuerdo con su maestro, pero el
respeto que le merecía éste le contuvo relativamente cuando respondió:
- Pues
podría ser, no obstante lo que usted dice. Fíjese, profesor, que uno de
estos montículos tiene en su parte superior lo que parece a todas luces
un majestuoso pezón.
Y ahí quedó todo, de momento. Espoleado por este original descubrimiento, determinó el profesor Metsacker trasladar la excavación a un sitio próximo, obedeciendo a su instinto de experto y viejo arqueólogo. Dos días después se efectuó el, esta vez sí, gran descubrimiento. A las 10 de la mañana de aquel mes de julio, la pala de uno de los trabajadores dejó al descubierto un par de losas que correspondían evidentemente a una escalera descendente. Imposible describir la agitación que se apoderó del campamento entero. Con ritmo frenético los trabajadores, a quienes se unieron abnegadamente los científicos, procedieron a retirar la arena que cubría aquella escalera, y a primeras horas de la tarde quedó al descubierto una gran piedra rectangular que cerraba parcialmente una entrada subterránea.
- Saqueada -sentenció el profesor- era de esperar.
Pero esto no contuvo los exaltados ánimos. Con gran ímpetu y
dedicación fue retirada la piedra, revelándose entonces una oscura
entrada. Pero ya caía la tarde y, a pesar de las protestas de sus
ayudantes, el profesor Metsacker resolvió muy cuerdamente posponer para
el día siguiente la exploración del recién descubierto recinto. Nadie
durmió aquella noche.
A primeras horas del día siguiente, apenas el sol se insinuó sobre el horizonte, estaba el profesor rodeado de todo su equipo en la entrada de aquella cueva, o lo que fuera. Encendió el profesor una potente linterna y se adentró resueltamente en la oscuridad. Al mirar a su alrededor pudo verse en una sala aproximadamente cuadrada, no demasiado grande. Con avidez el profesor dirigió el haz de su linterna hacia una de las paredes y quedó extasiado ante la contemplación de una escritura jeroglífica admirablemente bien conservada. Con ojos desorbitados miraba el buen arqueólogo aquellos signos. El silencio hubiera podido cortarse con un cuchillo. Pasado un buen rato, el profesor Metsacker se restregó los fatigados ojos y volviéndose hacia sus ayudantes, que le habían seguido en silencio, dijo solemnemente:
- ¡Es una tumba, y esta inscripción va a revolucionar al mundo de la ciencia, cuando no al mundo entero!
Resumiendo el asunto, para no alargarlo en exceso, los acontecimientos siguientes fueron estos. La exploración de aquella habitación puso de manifiesto una puerta que comunicaba con un pasillo estrecho, al fin del cual se descubrió otra sala, esta considerablemente más grande que la primera. Esta segunda sala era una cámara mortuoria, con un gran sarcófago de piedra en su centro. El sarcófago estaba vacío. Con excepción del sarcófago, ningún objeto se encontró en esta cámara mortuoria interior, pero los jeroglíficos que adornaban las paredes fueron recompensa más que sobrada. Cuando uno de sus ayudantes preguntó al profesor Metsacker por el misterioso arcón de piedra descubierto fuera de la tumba, la respuesta de este fue la siguiente:
- Entiendo
que el arcón debió formar parte del ajuar de la tumba, y si se salvó
del saqueo debió ser porque a los ladrones no les pareció apetecible y
lo abandonaron en su huida.
Y así quedaron las cosas hasta que el profesor, en la paz de su
gabinete de trabajo en la Universidad, completó la treaducción de los
jeroglíficos encontrados. Lo que resulta admirable, aparte de la
historia en sí que se relata en la escritura jeroglífica, es que el
profesor Metsacker se revelara como un novelista consumado no exento de
cierto gracejo, cosa esta última que no debe extrañar dada la naturaleza
de la historia. Porque es el caso que el serio científico presentó sus
resultados ¡en forma novelada! Así que no se limitó a dar a conocer la
traducción de sus jeroglíficos bajo la fría forma académica, sino que
los expuso en forma de novela histórica, cosa que nunca le agradeceremos
bastante. Dado que el relato del profesor Metsacker hasta ahora sólo ha
sido aprovechado en el estrecho ámbito de la ciencia, lo expongo aquí
para general regocijo y conocimiento. Advierto que lo que se va a
exponer es un relato que se corresponde en todo con la realidad
acontecida en aquel siglo, por extraño o increible que pueda parecer.
Esta es la historia que escribió el profesor Metsacker.
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El Sumo Sacerdote Amanothep se encontraba en sus aposentos aquella calurosa tarde de julio mirando indolentemente por uno de los ventanales desde los que se podía contemplar el palacio del Faraón Fimosis III. El palacio del Faraón estaba ubicado a unos 300 m de la residencia del Sumo Sacerdote, y entre ambos edificios se extendía un magnífico patio enlosado en el que abundaban las estatuas y otros elementos de decoración. Amanothep estaba medio adormilado a consecuencia del calor y de la reciente comida, por lo que a buen seguro que se hubiera quedado dormido en su sillón de no haber sido por aquella vaporosa y estilizada figura que en un determinado momento vió salir del palacio del Faraón. Al instante se puso en guardia y miró con atención la figura que, envuelta en sedas azules y blancas, recorrió graciosamente el patio enlosado y desapareció rapidamente en el interior de uno de los palacios que circundaban la residencia del todopoderoso Fimosis III. Amanothep se había levantado y miraba con desesperación por la ventana.
- ¡Oh, no, no! -había murmurado-
Al instante el Sumo Sacerdote, como movido por un resorte,
abandonó sus aposentos y, saliendo al patio lo cruzó rapidamente en
dirección hacia el palacio del Faraón con el semblante ensombrecido. Con
toda la rapidez que le permitieron sus cansadas piernas, pues Amanothep
contaba ya con 68 años de edad (que para la época era muchísimo), subió
las escalinatas que daban acceso al interior del palacio real. Cuando
no vió a la guardia en su sitio, la expresión de su rostro se tornó
fúnebre. Y todavía se alarmó más el bueno de Amanothep cuando pudo
escuchar uno sordo concierto de quedos gemidos que salían del interior
de las letrinas adyacentes al cuerpo de guardia. No pudo contenerse más
tiempo y gritó:
- ¡Capitán! ¡Capitán de la guardia!
En vano esperó varios minutos, durante los cuales continuó
escuchando aquellos sorprendentes gemidos en el interior de las
letrinas. Cuando ya, fuera de sí, repitió por tercera vez su voz de
mando y vió salir de las letrinas a un tambaleante soldado con los ojos
vidriosos y el rostro más blanco que la cera, el Sumo Sacerdote pareció
comprender algo y salió disparado hacia las habitaciones del Faraón,
mientras decía en voz alta:
- ¡No, otra vez no, otra vez no!
Jadeante llegó Amanothep a las habitaciones privadas del Faraón, y entró como una exhalación sin llamar siquiera. Ante semejante sacrilegio, cualquiera que no hubiera sido el Sumo Sacerdote de Osiris hubiera sido echado a los cocodrilos del Nilo, pero el Sumo Sacerdote gozaba de ciertos privilegios, por fortuna para Amanothep. Sorprendiendo a todos quienes allí se encontraban, el Sumo Sacerdote voló por el vestíbulo y, atravesando un portalón de dobla hoja, se personó ante el Dios en la Tierra, o sea antre el Faraón. Cuando Amanothep contempló el rostro desencajado de Fimosis III, que estaba hecho un ovillo encima de un diván agarrándose con ambas manos el paquete, los negros presagios que hasta el momento había albergado el Sumo Sacerdote encontraron drámatica confirmación.
- ¡Oh, Señor, otra vez ha estado aquí esa mujer! -dijo con una mezcla de pena e irritación-
El Faraón le miró con semblante acongojado, sin poder articular palabra.
- Así no puedes continuar, Señor, hay que tomar una determinación con toda urgencia.
El Sumo Sacerdote había dicho esto con semblante decidido y
extremadamente serio. El Faraón, mirándole entonces con desesperación,
le contestó con un hilo de voz:
- ¡Lo sé, lo sé! pero, ¿qué hago? ¡¡qué hago!!
Amanothep tomó asiento junto al Faraón y le miró con cariño.
- Como sabes -empezó a decir el Sumo Sacerdote- he
tenido el privilegio de servir a tu insigne padre y a tu augusto
abuelo, y por ello me apena profundamente verte sufrir de esta manera.
Has recibido de tus progenitores una herencia terrible, y antes de verte
morir como ellos te juro por Osiris que te llevo a rastras hasta la
casa del físico. ¡Tienes que operarte de esa maldita fimosis!
El Faraón pareció tranquilizarse con aquel arranque del Sumo Sacerdote y, lejos de sentirse ofendido por el tono de las palabras de éste, le miró como un pobre perro apaleado contempla a quien le echa un trozo de pan.
- ¡Pero es que me dá miedo! ¡me entra un acojono que no puedo!
- El físico es un buen profesional ...
- ¡Y un huevo, Amanothep! -dijo irritado el Faraón-
¿no te acuerdas acaso de mi anterior Capitán de Guardia, a quien ese
físico sajó un forúnculo en el culo y desde entonces está de baja echado
boca abajo? ¿acaso olvidas a ese soldado que simplemente tuvo un
esguince de muñeca y que ha terminado con el brazo amputado por encima
del codo? ¡Ni hablar, es un carnicero!
El Sumo Sacerdote meditó unos instantes, y añadió:
- Pues entonces recurramos a otro físico. En la colonia hebrea he oido decir que hay buenos médicos.
Fimosis III miró torvamente a Amanothep.
- ¡Dí que sí, Amanothep, con la tirria que nos tienen esos usureros! capaces serían de dejarme inválido.
- Pues entonces un médico persa ...
- ¡Por Horus, Amanothep! ¿no se te ocurren más que enemigos?
El Sumo Sacerdote iba a responder cuando un sirviente musitó unas palabras al oido del Faraón. Éste se levantó y dijo:
- Espera, que ahora vuelvo.
Y desapareció tras unos cortinajes. Al poco, Amanothep pudo
escuchar un suspiro de alivio y momentos después reaparecía el Faraón.
- Comprenderás, Señor, que no puedes estar recurriendo al agua fría cada dos por tres.
El Sumo Sacerdote hizo una pausa, y prosiguió:
- Pero díme, Señor, ¿ha sido esta vez como las otras anteriores?
El Faraón se había levantado y paseaba por la habitación como una fiera enjaulada.
- ¡Peor! -respondió- ¡esta vez ha sido peor! En esta ocasión ha venido con unas sedas transparentes ... -y el Faraón dejó escapar un débil gemido- unas sedas debajo de las cuales se bamboleaban ... se movían ...
Amanothep miraba expectante al Faraón.
- Se agitaban ... ¡¡esas tetas inmensas!! ... -y el Faraón, mientras decía esto, describía con sus brazos enormes círculos en el aire.
El Sumo Sacerdote movió desalentado la cabeza, y dijo en voz baja:
- Hay
que hacer algo, Señor, no sólo es tu salud la que está en juego, ¡sino
también el porvenir de tu reino! Es como una maldición que nos persigue:
tres faraones seguidos reducidos a la miseria por tres mujeres también
emparentadas entre sí. A tu abuelo lo mató la abuela de la actual
Sacerdotisa de Isis, tu padre pereció de mala manera debido a la hija de
aquella, y ahora tú te ves en el mismo trance con la nieta de aquella
Sacerdotisa que conocí cuando reinaba tu abuelo.
La voz del Sumo Sacerdote se había tornado susurrante.
-
Tu pobre abuelo ... nunca olvidaré aquel funesto día ... cuando ocurrió
aquello ... en la solemnidad de Osiris. La Sacerdotisa de Isis con
aquellas ... con ...
Esta vez fue el Faraón quien miraba expectante al Sumo Sacerdote.
- ... solemnes y ... ¡¡tremendas tetorras!!
- ¡Amanothep!
Con rapidez el Sumo Sacerdote recompuso el rostro, en el que por
un momento fugaz se había dejado entrever una expresión de lujuriosa
nostalgia.
- Señor,
debemos hablar ahora mismo sobre esto. Hay que acabar como sea con esta
plaga que nos azota. Si esto continúa así, puede ocurrirte en cualquier
momento lo que le pasó a tu desgraciado abuelo. Y en tu caso, además
existe una agravante.
- ¿Cual? -replicó asombrado el Faraón-
El Sumo Sacerdote Amanothep hizo una mueca y continuó diciendo:
- Tú,
Señor, has heredado de tu padre y de tu abuelo esa desgraciada fimosis
que tanto te hace sufrir, y no olvides que tu abuelo murió a
consecuencia de ella.
- Ya lo sé, y mi padre también.
-
En realidad tu padre no murió a consecuencia de esto, si bien su
fallecimiento tuvo que ver igualmente con la Sacerdotisa de Isis, la
madre de la actual Sacerdotisa.
- Todo eso ya lo sé -replicó el Faraón- y no sé a dónde quieres ir a parar.
La impaciencia dominaba ahora al Sumo Sacerdote.
- Pues
que si tu abuelo murió a consecuencia de su fimosis y por causa de la
abuela de la actual Sacerdotisa, teniendo además en cuenta que tu abuelo
era poco menos que un asceta, pues tú ... tú con mayor razón estás
expuesto a la misma clase de muerte.
- ¿Con mayor razón? Explícate.
- Pues es que tú, Señor, tú ... tus condiciones ...
Ante estos circunloquios, el Faraón terminó explotando.
- ¡Por Anubis, Amanothep! ¿lo dirás ya?
El Sumo Sacerdote tenía la cabeza baja cuando replicó quedamente:
- Es que tú, Señor, con todos mis respetos, eres un calentorro de cuidado.
Hay que reconocer a Fimosis III su elegancia cuando respondió sin el menor asomo de irritación en su voz:
- Tienes razón, eso es verdad.
El Sumo Sacerdote repiró aliviado y, animándose, empezó a decir:
- El asunto tiene dos vertientes, a saber. Una eres tú, que me importas más de lo que puedas creer. Y luego está el reino.
- ¿El reino? ¿qué le pasa al reino?
- ¡Cómo que qué le pasa! ¡Pues le pasa que no hay en el mundo nación más desmoralizada y enferma que esta!
El Faraón miraba asombrado a Amanothep.
- ¡Sí,
mi Faraón, Dios en la Tierra! ¿Qué piensas tú de un pueblo que lleva
más de 80 años pajeándose de manera inmisericorde? ¿Cómo piensas tú, mi
Faraón, que se encuentra el estado de salud de tu ejército? Hace apenas
un rato, cuando he entrado en el Palacio, estaba toda la la guardia
meneándosela en las letrinas.
El Faraón miraba al Sumo Sacerdote como si no estuviera
entendiendo nada, hasta que de repente la luz pareció encenderse en su
cerebro.
- ¡Claro! ... no me extraña eso que dices de la guardia. Debe haber pasado ante ellos dando saltitos y meneando las tetas.
Amanothep volvió enseguida a tomar las riendas de la conversación.
- Y
ten en cuenta que esto está generalizado desde los tiempos de tu
abuelo. En aquellos días, Señor, no había hombre en la Corte que no
tuviera las palmas de las manos encallecidas a expensas de la
Sacerdotisa. Y la cosa no mejoró en tiempos de tu padre, de feliz
memoria. Aun cuando la madre de la actual Sacerdotisa no era tan
potente, digamos, como su propia madre, el caso es que también había que
verla. Y actuaba, la muy ... exactamente como las otras dos; se exhibía
por todas partes y a todas horas. Tenías que haber visto a los
soldados: pálidos y temblorosos todo el día. En estos tiempos que te
digo, cuando tu padre, estuvo Egipto en un tris de desaparecer.
- ¡Qué dices!
- Lo
que oyes, Señor. En aquellos días los persas merodeaban cerca de
nuestras fronteras, y pensamos que íbamos a entrar inevitablemente en
guerra con ellos. ¿Se te ocurre pensar, Faraón, qué hubiera ocurrido si
nuestros soldados se hubieran visto en la necesidad de acudir al combate
estando como estaban, que ni se tenían en pie ni tenían fuerzas
siquiera para sacar la espada de su funda? Por fortuna los persas se
retiraron.
El Faraón miraba como alucinado al Sumo Sacerdote, el cual, impertérrito, concluyó diciendo:
- Comprenderás, Señor, que esto debe terminar ya mismo. Por tí y por Egipto.
El Faraón permaneció serio y reflexivo durante un buen rato, hasta que una leve sonrisa iluminó su rostro.
- Me
ha hecho gracia eso que me has contado, Amanothep -dijo el Faraón
mirando fijamente al Sumo Sacerdote. De manera que ya en tiempos de mi
abuelo empezaron a generalizarse los meneítos a costa de la Sacerdotisa.
Bueno, bueno ... -una amplia sonrisa cruzaba la cara del Faraón ahora- y
tú entonces tendrías unos 20 años.
- 18, Señor.
- Pues entonces seguro que tú, también ... ¿eh?, Amanothep ... A mano ... a mano ... Amanothep - y mientras esto decía, el Faraón movía rítmicamente su mano derecha tal y como si estuviera tocando una zambomba.
Y Fimosis III medio se encanó de risa. Por su parte, el Sumo Sacerdote se limitó a decir:
- Señor, ya te lo he explicado. En aquellos tiempos no había un hombre incólume - y esperó a que el Faraón terminara de reirse-
- Bueno, mi fiel Amanothep -dijo al fin el Faraón- no pasa nada. Cosa de poca importancia es esta, total por un quítame allá esas pajas ...
Ahora las risotadas de los dos hombres pudieron escucharse durante un buen rato incluso desde el patio enlosado exterior.
Cuando al cabo de un tiempo consiguieron calmarse, el Sumo
sacerdote recuperó pronto su compostura y dijo muy serio al Faraón.
- Señor,
chanzas aparte, el asunto es serio. Y ahora que lo pienso, opino que
puede ser beneficioso que te refresque la memoria en lo relativo a tus
ilustres antepasados.
El Faraón nada dijo, y Amanothep prosiguió.
- Como
hace un rato te dije, la cosa es bien sencilla. Tres mujeres: abuela,
madre e hija -las tres, Sacerdotisas de isis- han conseguido con su
infame exhibicionismo acabar con la vida de dos faraones: tu abuelo y tu
padre, al tiempo que han comprometido gravísimamente el porvenir de la
nación egipcia. Y quiera Osiris que la actual Sacerdotisa no termine
contigo también. Empezaré por hablar de los tiempos de tu abuelo, por
ser estos los primeros en orden cronológico y haber sido, por otra
parte, en extremo dramáticos. Tu pobre abuelo padecía una fimosis al
estilo de la tuya, es decir tremenda, pero tu buen abuelo lo llevaba
bastante bien porque, como también te dije hace un rato, llevaba una
vida muy retirada y ajena al mundanal ruido. No es que fuera inmune a
los encantos femeninos, entiéndeme, pero no daba ocasión a que éstos se
manifestaran. Pero por desgracia, por allí andaba la Sacerdotisa de
Isis, que era ...
- La abuela de la de ahora, ya lo sé. Sigue -apremió el Faraón interrumpiendo el discurso del Sumo Sacerdote.
- Pues bien -siguió éste- aquella mujer era incluso más potente que la actual Sacerdotisa.
- ¡No me digas!
- Sí, era algo tremendo. Poseía una figura escultural y, sobre todo, unas tetazas que había que verlas. Eran ...
- Me hago cargo. ¡Sigue! El Faraón había interrumpido nuevamente al Sumo Sacerdote, ahora porque temía una recidiva de su dolor de prepucio.
- Lo
que es de admirar, ciertamente, es que tanto la abuela, como la madre y
como la nieta se hayan distinguido por la posesión de una descomunal
delantera -sentenció Amanothep- pero así fueron las cosas y así están
hoy. Bien. Para empeorar todavía más el asunto en cuestión, la
Sacerdotisa de Isis de tu abuelo gustaba de los vestidos ajustados y de
los corsés prietos, a diferencia de la de ahora, que se decanta por las
telas vaporosas.
- No sé que es peor.
- ¡Aquello! -se apresuró a responder Amanothep- ¡Aquello
era mucho peor! Intenta imaginar por un momento, Faraón, lo que podía
ser una mujer de bandera y unas tetas colosales embutidas en una talla
notoriamente más pequeña que la que reclamaba toda aquella
magnificencia. ¡Era algo espectacular!
Fimosis III sintió en aquel momento una punzada de dolor en el
prepucio y alentó al Sumo Sacerdote a que pasara a otra cosa.
- Era
un verdadero escándalo, y como la susodicha se exhibía por todo el
complejo real sin ningún reparo no cuesta trabajo imaginar el revuelo
que había constantemente. Hasta tal extremo llegó la cosa que tu abuelo
resolvió emitir un decreto por el que se prohibía a la Sacerdotisa de
Isis salir de sus aposentos, con excepción de aquellos eventos
protocolarios en que su presencia fuera obligada. Así que llamó un día
al amanuense ...
Amanothep había interrumpido su discurso al ver que Fimosis III se reía sin hacer ruido. esperó hasta que el Faraón dijo:
- Así que el amanuense, a manu ... ense. ¡Otro que tal!
A pesar suyo, el Sumo Sacerdote no pudo evitar que su rostro se iluminara con una sonrisa cómplice.
- Supongo
que sí. En aquellos tiempos era algo poco menos que obligado. Bueno, a
lo que iba. Con el enclaustramiento de la Sacerdotisa la vida palaciega
mejoró bastante durante un tiempo. Ya no se veían esos rostros
demacrados, aquellos labios babeantes. Y así hasta el horrendo día
aquél. Era la fiesta de Osiris, que se celebraba entonces con mayor
suntuosidad si cabe que hoy día. El palacio real abarrotado, tu abuelo
el Faraón sentado en el trono, los generales del Ejército a ambos lados
de tu abuelo. En fin ... Todavía no había llegado la Sacerdotisa de
Isis, que debía pronunciar el discurso de apertura. Se la esperaba con
la expectación que te puedes imaginar. En un momento dado se abrieron
las puertas y aquel prodigio de la naturaleza hizo su entrada con un
esplendor extraordinario. Ella, a la cabeza de una larga comitiva, se
dirigió lentamente hacia donde se encontraba tu abuelo. A su paso se
levantaban murmullos de admiración, y supongo que alguna cosa más
también se levantaría, porque aquella tremenda mujer iba más apretada y
ceñida que nunca. Los más prudentes apartaron la vista, pero muchos
otros no lo consiguieron, yo entre ellos, lo reconozco. La imagen de
aquella mujer, en pie ante tu abuelo, tan estirada como se puso y tan
apretada como iba, es algo que no se apartará de mi recuerdo mientras
viva. En mi vida he visto ni veré cosa semejante.
El Sumo Sacerdote hizo entonces una dramática pausa, y continuó:
- Y entonces se produjo el desastre, la hecatombe. La
Sacerdotisa tomó entre sus manos el pergamino donde se encontraba el
discurso que debía pronunciar, llenó de aire los pulmones con el fin de
empezar con voz resuelta ... y se desataron las furias de Anubis. Aquel
ceñidísimo vestido que llevaba no pudo aguantar semejante tensión y se
soltaron todas las costuras. Y allí quedó, frente a tu abuelo, aquella
mujer con aquellas mayestáticas y esplendorosas tetas vibrando al aire
al quedar de repente desembarazadas de su encierro. Pude escuchar
algunos gritos, y de pronto tu abuelo profirió el alarido más
escalofriante que he escuchado jamás. Miramos todos hacia él, y lo vimos
derrumbado hacia atrás en su trono, con los ojos desorbitados fijos
como los de un búho en aquellas impresionantes ubres. Alguien gritó a mi
lado y ví entonces teñida de rojo la ropa del faraón. La confusión fue
horrible: mientras unos se abalanzaban sobre tu abuelo para atenderle,
otros corrían despavoridos y muchos rodearon a la Sacerdotisa, que
seguía allí en pie, con las tetas al aire y mirando de manera desafiante
a su alrededor. Nada se pudo hacer por tu abuelo, que murió como sabes
en el mismo trono. El posterior parte médico fue demoledor: "desgarro
explosivo del prepucio, esguince de frenillo y eyaculación retrógrada".
Con excepción del esguince de frenillo, que en sí mismo carecía de
importancia, las otras dos afecciones resultaban mortales de necesidad.
La exlosión del prepucio, consecuencia de la violenta y repentina
erección que padeció tu abuelo, produjo una hemorragia tan copiosa que
no pudo ser cohibida a pesar de los esfuerzos de los físicos. Esta fue
la causa de la muerte de tu desgraciado abuelo, que quedó allí mismo
exánime. Pero si esto no hubiera acabado con su vida, lo hubiera hecho
sin duda la eyaculación retrógrada, que debió ocasionar una tensión
tremenda en los testículos hasta el extremo de hacerlos explotar si tu
pobre abuelo no hubiera fallecido antes.
Fimosis III estaba mirando al Sumo Sacerdote con el semblante horrorizado.
- Y
lo demás, pues ya sabes que es del dominio público. La Sacerdotisa fue
encontrada culpable de la muerte del Faraón y se le condenó a ser
enterrada viva junto a tu abuelo. Mi predecesor, el Sumo Sacerdote de
aquellos tiempos, fue el encargado de comunicar a la interesada aquella
terrible sentencia. Por suerte para ella, la infeliz no pudo soportar la
tremenda noticia y se quedó como un pajarito cuando se la notificaron.
Pero, por lo demás, todo transcurrió como estaba previsto. Las exequias
estuvieron revestidas del fasto que puedes imaginar. Tu abuelo fue
paseado a sarcófago descubierto por toda Tebas, y detrás iba, en las
mismas condiciones, el sarcófago de la sacerdotisa. Todo se desarrolló
como estaba previsto, y sólo hubo un inconveniente, que hubo de ser
solventado de una manera poco ortodoxa, esa es la verdad. Ya en el
interior de la tumba, se había previsto que el sarcófago de la
sacerdotisa fuera depositado en una cámara adyacente a la cámara real.
Al terminar los trabajos con el sarcófago de tu abuelo, se fue a
proceder al cierre del sarcófago de la sacerdotisa; no hubo manera. No
hubo forma humana de poder cerrar la tapa del sarcófago, ya me
entiendes. Al fin se recurrió a colgar a aquella desafortunada de un
gancho que se clavó en una de las paredes.
La cara de Fimosis III era todo un poema trágico.
- No conocía alguno de esos detalles -musitó-
El Sumo Sacerdote, que estaba lanzado, prosiguió con tono docente.
- La
época de tu padre fue algo mejor en unos aspectos, aunque peor en
otros. Al menos tu padre no murió de manera tan trágica, si bien en su
muerte influyó de manera decisiva la Sacerdotisa de turno. Simplemente,
tu padre murió de agotamiento. Su suerte fue que, por alguna razón, su
fimosis no era tan severa como la de tu abuelo, y consiguió descapullar
un poco. Luego, a fuerza de cascársela fue resolviendo poco a poco su
problema. Pero en esta época, como antes te dije, la salud de Egipto
estuvo verdaderamente comprometida. Apenas se podían tener en pie los
hombres.
- ¡Basta, Amanothep! ¡He escuchado ya bastante! -explotó Fimosis III-
El Sumo Sacerdote miró de manera expectante al Faraón, que después de una solemne pausa dijo con voz serena:
- Lo acabo de decidir de manera irrevocable ¡me opero!
- ¡Oh, Señor ...!
El fin de esta historia es digno de su asombroso desarrollo. Por una gracia especial de Osiris, seguramente, Fimosis III salió con bien de manos del físico, y un día se presentó radiante ante Amanothep.
- Querido amigo -le dijo con un cariño y familiaridad que conmovieron al anciano Sumo Sacerdote- ya ves que he solucionado mi problema, y mira lo que traigo.
Y enseñó a Amanothep una pequeña urna metálica.
- Aquí dentro -dijo orgullosamente el Faraón- se
encuentra mi prepucio embalsamado. He dispuesto que a mi muerte se
entierre junto a mí. ¡Guárdalo tú y encárgate de que se cumpla mi
voluntad! Y, además, querido Amanothep, te comunico que he encontrado la
manera de terminar con esta especie de maldición que ha aquejado a
Egipto desde los tiempos de mi abuelo -y el Faraón se quedó mirando de manera triunfante al Sumo Sacerdote-
- ¿No te imaginas?
- Señor ... no se me ocurre ...
- ¡He resuelto casarme con ella! -concluyó el Faraón-
La cara del Sumo Sacerdote se iluminó entonces.
- ¡Oh, Señor, qué clarividencia, qué previsión, qué penetración!
- Eso último dalo por hecho.
Y así, de manera tan natural como la que se narra, terminó aquel sin vivir, aquel período oscuro y decadente.
Poco después del casamiento del Faraón con la Sacerdotisa de Isis, quedó ésta embarazada y dió a luz en el tiempo previsto a una niña. La reina, como consecuencia del embarazo y de la lactancia posterior, engordó hasta el punto de quedar irreconocible.
- ¡Quien la ha visto y quien la vé! -era el comentario generalizado-
Bien es cierto que con semejante engorde, las tetas de la
exsacerdotisa habían alcanzado un volumen poco menos que galáctico, pero
como el resto del cuerpo no animaba a especulaciones, el problema
antaño suscitado desapareció como por arte de magia. El pajeo quedó
reducido en Egipto a niveles asumibles y todo volvió a la normalidad.
No obstante, había algo que preocupaba al anciano Amanothep, que
un día, no pudiendo resistir más, puso en conocimiento del feliz Faraón.
- Así que, Señor, ya lo único que me preocupa es el porvenir de la pequeña princesa.
- ¿Y cómo es eso?
Con débiles palabras, el Sumo Sacerdote refirió al Faraón sus preocupaciones, y terminó con estas palabras.
- Imagina que, dentro de unos años, tu hija hereda el esplendor de sus progenitoras y se reedita el asunto que ya sabes.
El Faraón palideció de pronto y se quedó sin saber qué responder.
Así que, los años sucesivos, Fimosis III y Amanothep, vivieron
en un constante sobresalto vigilando sin parar la evolución de la
princesa. Una camaradería como pocas las ha habido surgió entre los dos
hombres.
- Pues parece que no crece mucho -decía uno de ellos un día-
- ¡Que Osiris te escuche! -respondía el otro-
O bien, esto otro:
- Está como encanijada.
- ¡Gracias, gracias!
Y un día, los asombrados soldados del cuerpo de guardia vieron
salir corriendo del palacio real al Faraón, que sin protocolo alguno,
cruzó el patio enlosado en dirección al palacio del Sumo Sacerdote.
- ¡Amanothep! ¡Amanothep! -iba gritando-
Cuando, jadeante, compareció ante el ya muy anciano Sumo
Sacerdote, el rostro del Faraón era de una felicidad inenarrable.
- ¡Amanothep! ¡Querido amigo y compañero de fatigas! ¡Todo ha terminado!
El Sumo Sacerdote, impresionado, no acertaba a responder.
- Señor, señor ...
- ¡Ya está, Amanothep! ¡¡Le ha venido la regla a la princesa!
- ¿Y ...?
El Faraón estaba como fuera de sí.
- ¿Pero
es que no lo entiendes, viejo amigo? ¡Le ha venido la regla, ya no
crecerá mucho más, su cuerpo ha alcanzado la madurez sexual!
Entonces, El Sumo Sacerdote pareció comprender, y una sonrisa distendió las muchas arrugas que surcaban su rostro.
- ¡Claro, claro!
- ¡En efecto, Amanothep! -subrayó el Faraón- y ya sabes cómo es mi hija: bajita y poca cosa, ¡y más lisa que una losa para inscripciones!
Entonces, el Sumo Sacerdote elevó sus ojos al cielo mientras dos
gruesas lágrimas recorrian sus mejillas. Y su plegaria conmovió
profundamente al Faraón.
- ¡Gracias, gracias! ¡¡Egipto se ha salvado!!
A la muerte del Faraón Fimosis III, el sucesor del gran Amanothep cumplió con la voluntad expresada en su día por el Faraón, e hizo enterrar junto al resto de objetos de rigor en esos casos, la urna metálica que había recibido de manos de Amanothep, encerrándola en un arcón de piedra. Un objeto más incluyó en dicho arcón, y recordó al respecto lo que un día le dijo su predecesor.
- Mira, esto no ha sido mandado por el Faraón, pero es seguro que no le desagradaría si se enterara. Prefiero, no obstante no decírselo. Y tomó en sus manos el molde de escayola que le entregaba Amanothep.
- ¿Qué es? -había preguntado-
Una enigmática sonrisa, moteada de nostalgia, había iluminado el rostro de Amanothep.
- Mandé hacerlo por mi cuenta. Es un regalo para la posteridad.
xDDDDDDDDDDD
ResponderEliminar¡Qué bueno! Me recuerda a los relatos de El Víbora xDDDDD
¡Espero la segunda! ;)
Celebro que te guste. Intentaré no defraudar, aunque ... no sé ... la imaginación tiene un límite ... ya veremos xD
EliminarQue nadie piense que las siguientes historias sean de tema parecido. Adelantando intenciones: la segunda historia, que colgaré en breve, trata sobre un capitán de barco que hace una fortuna vendiendo un raro tipo de comida. En preparación también tengo una historia en la que se cuenta toda la verdad sobre el Éxodo bíblico.
ResponderEliminarLos temas bíblicos me gustan, dale ahí!
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