ADVERTENCIA


Si no eres una persona poco convencional y libre de prejuicios, no sigas leyendo porque te parecerá que pierdes el tiempo. Avisado quedas xD

miércoles, 18 de abril de 2012


LA INCREÍBLE HISTORIA DEL FARAÓN FIMOSIS III


    Uno de los períodos más oscuros del Antiguo Egipto era, hasta hace apenas un par de años, el que mediaba entre 21 .. y 21 .. A.C. Y digo que "era" porque hoy día tenemos la fortuna de conocer, gracias a los trabajos de un eminente arqueólogo que enseguida presentaré, la sorprendente y tremenda historia de aquella lejana época, que afectó profundamente tanto a las instituciones como al pueblo egipcio de aquellos tiempos remotos. En la actualidad estamos en condiciones de afirmar que ninguna de las dinastías faraónicas o prefaraónicas acogió período tan poco convencional, digamos, como el que vió el reinado sucesivo de tres faraones hasta hoy completamente desconocidos: Fimosis I, su hijo Fimosis II y el hijo de este que fue (se veía venir) Fimosis III. 

  El responsable de la clarificación histórica del período antes indicado es el anciano arqueólogo Prof. Gerhard Metsacker, prusiano de pura cepa y profesor emérito de la Universidad de Lovaina. Es este profesor un hombre de carácter variable, habitualmente amable pero en extremo irascible cuando se le pincha. Pero, ante todo y sobre todo, es un hombre muy competente en su profesión. Sus ayudantes le aprecian sinceramente, pero gustan de echarle pullas de vez en cuando para divertirse a su costa viendo cómo se irrita el buen arqueólogo. Una de estas pullas, seguramente la más empleada, es la de llamarle Prof "Mete y Saker", lo que saca de quicio al buen hombre.
 
   El caso es que hacia finales del pasado siglo XX se encontraba el profesor dirigiendo unas excavaciones arqueológicas en las inmediaciones de la antigua Tebas cuando, en palabras del mismo, descubrió "por pura casualidad" (afirmación que le honra como científico) un arcón de piedra de unos 150 cm de longitud por algo más de 1 m de altura, que fue desenterrado por uno de sus ayudantes. Llamado el profesor, examinó con ojo experto el hallazgo y concluyó que parecía intacto. Con todos sus ayudantes rodeándole procedió con cuidado a abrir el arcón, lo que consiguió al cabo de 10 interminables minutos durante los que la expectación fue máxima. Cuando no menos de 20 pares de ávidos ojos miraron el interior del arcón recién abierto, la primera impresión fue de desencanto. Allí dentro no había sino dos objetos aparentemente insignificantes: una pequeña urna de metal y algo que parecía un molde de blanca escayola. La urna de metal, que estaba cerrada pero que se abrió con facilidad, reveló tan sólo un pequeño fragmento de algo que, a primera vista, pareció a los arqueólogos piel momificada. Después de examinar durante unos minutos aquel sorprendente hallazgo, el profesor Metsacker volvió a cerrar la urna y la entregó a uno de sus ayudantes para que la guardara entre los objetos que habría que estudiar en el laboratorio. Mientras tanto, uno de los ayudantes del profesor había extraido del arcón el curioso objeto que parecía ser un molde de escayola. El profesor Metsacker se quedó mirando a su ayudante, que examinaba con aire divertido el molde, que aparentaba representar dos montañas contiguas.
- Parecen un par de tetas -dijo al fin el ayudante del profesor-
El anciano arqueólogo miró con reprobación a su ayudante.
- Me parece que no es momento para ... -había empezado a decir el profesor. pero se detuvo y arrebató el molde a su ayudante y se puso a examinarlo con más detenimiento. El profesor Metsacker, que había pasado la mayor parte de su vida entre papiros, jeroglíficos y piedras antiguas, no era precisamente un experto en tetas, pero aun así musitó al cabo de un rato mientras devolvía el molde a su ayudante:
- Imposible, son demasiado grandes.
El ayudante del profesor, que que era experto en tetas, no estaba de acuerdo con su maestro, pero el respeto que le merecía éste le contuvo relativamente cuando respondió:
- Pues podría ser, no obstante lo que usted dice. Fíjese, profesor, que uno de estos montículos tiene en su parte superior lo que parece a todas luces un majestuoso pezón.
   
  Y ahí quedó todo, de momento. Espoleado por este original descubrimiento, determinó el profesor Metsacker trasladar la excavación a un sitio próximo, obedeciendo a su instinto de experto y viejo arqueólogo. Dos días después se efectuó el, esta vez sí, gran descubrimiento. A las 10 de la mañana de aquel mes de julio, la pala de uno de los trabajadores dejó al descubierto un par de losas que correspondían evidentemente a una escalera descendente. Imposible describir la agitación que se apoderó del campamento entero. Con ritmo frenético los trabajadores, a quienes se unieron abnegadamente los científicos, procedieron a retirar la arena que cubría aquella escalera, y a primeras horas de la tarde quedó al descubierto una gran piedra rectangular que cerraba parcialmente una entrada subterránea.
- Saqueada -sentenció el profesor- era de esperar.
Pero esto no contuvo los exaltados ánimos. Con gran ímpetu y dedicación fue retirada la piedra, revelándose entonces una oscura entrada. Pero ya caía la tarde y, a pesar de las protestas de sus ayudantes, el profesor Metsacker resolvió muy cuerdamente posponer para el día siguiente la exploración del recién descubierto recinto. Nadie durmió aquella noche.
   
  A primeras horas del día siguiente, apenas el sol se insinuó sobre el horizonte, estaba el profesor rodeado de todo su equipo en la entrada de aquella cueva, o lo que fuera. Encendió el profesor una potente linterna y se adentró resueltamente en la oscuridad. Al mirar a su alrededor pudo verse en una sala aproximadamente cuadrada, no demasiado grande. Con avidez el profesor dirigió el haz de su linterna hacia una de las paredes y quedó extasiado ante la contemplación de una escritura jeroglífica admirablemente bien conservada. Con ojos desorbitados miraba el buen arqueólogo aquellos signos. El silencio hubiera podido cortarse con un cuchillo. Pasado un buen rato, el profesor Metsacker se restregó los fatigados ojos y volviéndose hacia sus ayudantes, que le habían seguido en silencio, dijo solemnemente:
- ¡Es una tumba, y esta inscripción va a revolucionar al mundo de la ciencia, cuando no al mundo entero!

  Resumiendo el asunto, para no alargarlo en exceso, los acontecimientos siguientes fueron estos. La exploración de aquella habitación puso de manifiesto una puerta que comunicaba con un pasillo estrecho, al fin del cual se descubrió otra sala, esta considerablemente más grande que la primera. Esta segunda sala era una cámara mortuoria, con un gran sarcófago de piedra en su centro. El sarcófago estaba vacío. Con excepción del sarcófago, ningún objeto se encontró en esta cámara mortuoria interior, pero los jeroglíficos que adornaban las paredes fueron recompensa más que sobrada. Cuando uno de sus ayudantes preguntó al profesor Metsacker por el misterioso arcón de piedra descubierto fuera de la tumba, la respuesta de este fue la siguiente:
- Entiendo que el arcón debió formar parte del ajuar de la tumba, y si se salvó del saqueo debió ser porque a los ladrones no les pareció apetecible y lo abandonaron en su huida.
Y así quedaron las cosas hasta que el profesor, en la paz de su gabinete de trabajo en la Universidad, completó la treaducción de los jeroglíficos encontrados. Lo que resulta admirable, aparte de la historia en sí que se relata en la escritura jeroglífica, es que el profesor Metsacker se revelara como un novelista consumado no exento de cierto gracejo, cosa esta última que no debe extrañar dada la naturaleza de la historia. Porque es el caso que el serio científico presentó sus resultados ¡en forma novelada! Así que no se limitó a dar a conocer la traducción de sus jeroglíficos bajo la fría forma académica, sino que los expuso en forma de novela histórica, cosa que nunca le agradeceremos bastante. Dado que el relato del profesor Metsacker hasta ahora sólo ha sido aprovechado en el estrecho ámbito de la ciencia, lo expongo aquí para general regocijo y conocimiento. Advierto que lo que se va a exponer es un relato que se corresponde en todo con la realidad acontecida en aquel siglo, por extraño o increible que pueda parecer. Esta es la historia que escribió el profesor Metsacker.

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El Sumo Sacerdote Amanothep se encontraba en sus aposentos aquella calurosa tarde de julio mirando indolentemente por uno de los ventanales desde los que se podía contemplar el palacio del Faraón Fimosis III. El palacio del Faraón estaba ubicado a unos 300 m de la residencia del Sumo Sacerdote, y entre ambos edificios se extendía un magnífico patio enlosado en el que abundaban las estatuas y otros elementos de decoración. Amanothep estaba medio adormilado a consecuencia del calor y de la reciente comida, por lo que a buen seguro que se hubiera quedado dormido en su sillón de no haber sido por aquella vaporosa y estilizada figura que en un determinado momento vió salir del palacio del Faraón. Al instante se puso en guardia y miró con atención la figura que, envuelta en sedas azules y blancas, recorrió graciosamente el patio enlosado y desapareció rapidamente en el interior de uno de los palacios que circundaban la residencia del todopoderoso Fimosis III. Amanothep se había levantado y miraba con desesperación por la ventana.
- ¡Oh, no, no! -había murmurado-
Al instante el Sumo Sacerdote, como movido por un resorte, abandonó sus aposentos y, saliendo al patio lo cruzó rapidamente en dirección hacia el palacio del Faraón con el semblante ensombrecido. Con toda la rapidez que le permitieron sus cansadas piernas, pues Amanothep contaba ya con 68 años de edad (que para la época era muchísimo), subió las escalinatas que daban acceso al interior del palacio real. Cuando no vió a la guardia en su sitio, la expresión de su rostro se tornó fúnebre. Y todavía se alarmó más el bueno de Amanothep cuando pudo escuchar uno sordo concierto de quedos gemidos que salían del interior de las letrinas adyacentes al cuerpo de guardia. No pudo contenerse más tiempo y gritó:
- ¡Capitán! ¡Capitán de la guardia!
En vano esperó varios minutos, durante los cuales continuó escuchando aquellos sorprendentes gemidos en el interior de las letrinas. Cuando ya, fuera de sí, repitió por tercera vez su voz de mando y vió salir de las letrinas a un tambaleante soldado con los ojos vidriosos y el rostro más blanco que la cera, el Sumo Sacerdote pareció comprender algo y salió disparado hacia las habitaciones del Faraón, mientras decía en voz alta:
- ¡No, otra vez no, otra vez no!

  Jadeante llegó Amanothep a las habitaciones privadas del Faraón, y entró como una exhalación sin llamar siquiera. Ante semejante sacrilegio, cualquiera que no hubiera sido el Sumo Sacerdote de Osiris hubiera sido echado a los cocodrilos del Nilo, pero el Sumo Sacerdote gozaba de ciertos privilegios, por fortuna para Amanothep. Sorprendiendo a todos quienes allí se encontraban, el Sumo Sacerdote voló por el vestíbulo y, atravesando un portalón de dobla hoja, se personó ante el Dios en la Tierra, o sea antre el Faraón. Cuando Amanothep contempló el rostro desencajado de Fimosis III, que estaba hecho un ovillo encima de un diván agarrándose con ambas manos el paquete, los negros presagios que hasta el momento había albergado el Sumo Sacerdote encontraron drámatica confirmación.
- ¡Oh, Señor, otra vez ha estado aquí esa mujer! -dijo con una mezcla de pena e irritación-
El Faraón le miró con semblante acongojado, sin poder articular palabra.
- Así no puedes continuar, Señor, hay que tomar una determinación con toda urgencia.
El Sumo Sacerdote había dicho esto con semblante decidido y extremadamente serio. El Faraón, mirándole entonces con desesperación, le contestó con un hilo de voz:
- ¡Lo sé, lo sé! pero, ¿qué hago? ¡¡qué hago!!
Amanothep tomó asiento junto al Faraón y le miró con cariño.
- Como sabes -empezó a decir el Sumo Sacerdote- he tenido el privilegio de servir a tu insigne padre y a tu augusto abuelo, y por ello me apena profundamente verte sufrir de esta manera. Has recibido de tus progenitores una herencia terrible, y antes de verte morir como ellos te juro por Osiris que te llevo a rastras hasta la casa del físico. ¡Tienes que operarte de esa maldita fimosis!

  El Faraón pareció tranquilizarse con aquel arranque del Sumo Sacerdote y, lejos de sentirse ofendido por el tono de las palabras de éste, le miró como un pobre perro apaleado contempla a quien le echa un trozo de pan.
- ¡Pero es que me dá miedo! ¡me entra un acojono que no puedo!
- El físico es un buen profesional ...
- ¡Y un huevo, Amanothep! -dijo irritado el Faraón- ¿no te acuerdas acaso de mi anterior Capitán de Guardia, a quien ese físico sajó un forúnculo en el culo y desde entonces está de baja echado boca abajo? ¿acaso olvidas a ese soldado que simplemente tuvo un esguince de muñeca y que ha terminado con el brazo amputado por encima del codo? ¡Ni hablar, es un carnicero!
El Sumo Sacerdote meditó unos instantes, y añadió:
- Pues entonces recurramos a otro físico. En la colonia hebrea he oido decir que hay buenos médicos.
Fimosis III miró torvamente a Amanothep.
- ¡Dí que sí, Amanothep, con la tirria que nos tienen esos usureros!     capaces serían de dejarme inválido.
- Pues entonces un médico persa ...
- ¡Por Horus, Amanothep! ¿no se te ocurren más que enemigos?
El Sumo Sacerdote iba a responder cuando un sirviente musitó unas palabras al oido del Faraón. Éste se levantó y dijo:
- Espera, que ahora vuelvo.
Y desapareció tras unos cortinajes. Al poco, Amanothep pudo escuchar un suspiro de alivio y momentos después reaparecía el Faraón.
- Comprenderás, Señor, que no puedes estar recurriendo al agua fría cada dos por tres.
El Sumo Sacerdote hizo una pausa, y prosiguió:
- Pero díme, Señor, ¿ha sido esta vez como las otras anteriores?
El Faraón se había levantado y paseaba por la habitación como una fiera enjaulada.
- ¡Peor! -respondió- ¡esta vez ha sido peor! En esta ocasión ha venido con unas sedas transparentes ... -y el Faraón dejó escapar un débil gemido- unas sedas debajo de las cuales se bamboleaban ... se movían ...
Amanothep miraba expectante al Faraón.
- Se agitaban ... ¡¡esas tetas inmensas!! ... -y el Faraón, mientras decía esto, describía con sus brazos enormes círculos en el aire.
El Sumo Sacerdote movió desalentado la cabeza, y dijo en voz baja:
- Hay que hacer algo, Señor, no sólo es tu salud la que está en juego, ¡sino también el porvenir de tu reino! Es como una maldición que nos persigue: tres faraones seguidos reducidos a la miseria por tres mujeres también emparentadas entre sí. A tu abuelo lo mató la abuela de la actual Sacerdotisa de Isis, tu padre pereció de mala manera debido a la hija de aquella, y ahora tú te ves en el mismo trance con la nieta de aquella Sacerdotisa que conocí cuando reinaba tu abuelo.
La voz del Sumo Sacerdote se había tornado susurrante.
- Tu pobre abuelo ... nunca olvidaré aquel funesto día ... cuando ocurrió aquello ... en la solemnidad de Osiris. La Sacerdotisa de Isis con aquellas ... con ...
Esta vez fue el Faraón quien miraba expectante al Sumo Sacerdote.
- ... solemnes y ... ¡¡tremendas tetorras!!
- ¡Amanothep!
Con rapidez el Sumo Sacerdote recompuso el rostro, en el que por un momento fugaz se había dejado entrever una expresión de lujuriosa nostalgia.
- Señor, debemos hablar ahora mismo sobre esto. Hay que acabar como sea con esta plaga que nos azota. Si esto continúa así, puede ocurrirte en cualquier momento lo que le pasó a tu desgraciado abuelo. Y en tu caso, además existe una agravante.
- ¿Cual? -replicó asombrado el Faraón-
El Sumo Sacerdote Amanothep hizo una mueca y continuó diciendo:
- Tú, Señor, has heredado de tu padre y de tu abuelo esa desgraciada fimosis que tanto te hace sufrir, y no olvides que tu abuelo murió a consecuencia de ella.
- Ya lo sé, y mi padre también.
- En realidad tu padre no murió a consecuencia de esto, si bien su fallecimiento tuvo que ver igualmente con la Sacerdotisa de Isis, la madre de la actual Sacerdotisa.
- Todo eso ya lo sé -replicó el Faraón- y no sé a dónde quieres ir a parar.
La impaciencia dominaba ahora al Sumo Sacerdote.
- Pues que si tu abuelo murió a consecuencia de su fimosis y por causa de la abuela de la actual Sacerdotisa, teniendo además en cuenta que tu abuelo era poco menos que un asceta, pues tú ... tú con mayor razón estás expuesto a la misma clase de muerte.
- ¿Con mayor razón? Explícate.
- Pues es que tú, Señor, tú ... tus condiciones ...
Ante estos circunloquios, el Faraón terminó explotando.
- ¡Por Anubis, Amanothep! ¿lo dirás ya?
El Sumo Sacerdote tenía la cabeza baja cuando replicó quedamente:
- Es que tú, Señor, con todos mis respetos, eres un calentorro de cuidado.
Hay que reconocer a Fimosis III su elegancia cuando respondió sin el menor asomo de irritación en su voz:
- Tienes razón, eso es verdad.
El Sumo Sacerdote repiró aliviado y, animándose, empezó a decir:
- El asunto tiene dos vertientes, a saber. Una eres tú, que me importas más de lo que puedas creer. Y luego está el reino.
- ¿El reino? ¿qué le pasa al reino?
- ¡Cómo que qué le pasa! ¡Pues le pasa que no hay en el mundo nación más desmoralizada y enferma que esta!
El Faraón miraba asombrado a Amanothep.
- ¡Sí, mi Faraón, Dios en la Tierra! ¿Qué piensas tú de un pueblo que lleva más de 80 años pajeándose de manera inmisericorde? ¿Cómo piensas tú, mi Faraón, que se encuentra el estado de salud de tu ejército? Hace apenas un rato, cuando he entrado en el Palacio, estaba toda la la guardia meneándosela en las letrinas.
El Faraón miraba al Sumo Sacerdote como si no estuviera entendiendo nada, hasta que de repente la luz pareció encenderse en su cerebro.
- ¡Claro! ... no me extraña eso que dices de la guardia. Debe haber pasado ante ellos dando saltitos y meneando las tetas.
Amanothep volvió enseguida a tomar las riendas de la conversación.
- Y ten en cuenta que esto está generalizado desde los tiempos de tu abuelo. En aquellos días, Señor, no había hombre en la Corte que no tuviera las palmas de las manos encallecidas a expensas de la Sacerdotisa. Y la cosa no mejoró en tiempos de tu padre, de feliz memoria. Aun cuando la madre de la actual Sacerdotisa no era tan potente, digamos, como su propia madre, el caso es que también había que verla. Y actuaba, la muy ... exactamente como las otras dos; se exhibía por todas partes y a todas horas. Tenías que haber visto a los soldados: pálidos y temblorosos todo el día. En estos tiempos que te digo, cuando tu padre, estuvo Egipto en un tris de desaparecer.
- ¡Qué dices!
- Lo que oyes, Señor. En aquellos días los persas merodeaban cerca de nuestras fronteras, y pensamos que íbamos a entrar inevitablemente en guerra con ellos. ¿Se te ocurre pensar, Faraón, qué hubiera ocurrido si nuestros soldados se hubieran visto en la necesidad de acudir al combate estando como estaban, que ni se tenían en pie ni tenían fuerzas siquiera para sacar la espada de su funda? Por fortuna los persas se retiraron.

  El Faraón miraba como alucinado al Sumo Sacerdote, el cual, impertérrito, concluyó diciendo:
- Comprenderás, Señor, que esto debe terminar ya mismo. Por tí y por Egipto.
El Faraón permaneció serio y reflexivo durante un buen rato, hasta que una leve sonrisa iluminó su rostro.
- Me ha hecho gracia eso que me has contado, Amanothep -dijo el Faraón mirando fijamente al Sumo Sacerdote. De manera que ya en tiempos de mi abuelo empezaron a generalizarse los meneítos a costa de la Sacerdotisa. Bueno, bueno ... -una amplia sonrisa cruzaba la cara del Faraón ahora- y tú entonces tendrías unos 20 años.
- 18, Señor.
- Pues entonces seguro que tú, también ... ¿eh?, Amanothep ... A mano ... a mano ... Amanothep - y mientras esto decía, el Faraón movía rítmicamente su mano derecha tal y como si estuviera tocando una zambomba.
Y Fimosis III medio se encanó de risa. Por su parte, el Sumo Sacerdote se limitó a decir:
- Señor, ya te lo he explicado. En aquellos tiempos no había un hombre incólume - y esperó a que el Faraón terminara de reirse-
- Bueno, mi fiel Amanothep -dijo al fin el Faraón- no pasa nada. Cosa de poca importancia es esta, total por un quítame allá esas pajas ...
Ahora las risotadas de los dos hombres pudieron escucharse durante un buen rato incluso desde el patio enlosado exterior.
Cuando al cabo de un tiempo consiguieron calmarse, el Sumo sacerdote recuperó pronto su compostura y dijo muy serio al Faraón.
- Señor, chanzas aparte, el asunto es serio. Y ahora que lo pienso, opino que puede ser beneficioso que te refresque la memoria en lo relativo a tus ilustres antepasados.
El Faraón nada dijo, y Amanothep prosiguió.
- Como hace un rato te dije, la cosa es bien sencilla. Tres mujeres: abuela, madre e hija -las tres, Sacerdotisas de isis- han conseguido con su infame exhibicionismo acabar con la vida de dos faraones: tu abuelo y tu padre, al tiempo que han comprometido gravísimamente el porvenir de la nación egipcia. Y quiera Osiris que la actual Sacerdotisa no termine contigo también. Empezaré por hablar de los tiempos de tu abuelo, por ser estos los primeros en orden cronológico y haber sido, por otra parte, en extremo dramáticos. Tu pobre abuelo padecía una fimosis al estilo de la tuya, es decir tremenda, pero tu buen abuelo lo llevaba bastante bien porque, como también te dije hace un rato, llevaba una vida muy retirada y ajena al mundanal ruido. No es que fuera inmune a los encantos femeninos, entiéndeme, pero no daba ocasión a que éstos se manifestaran. Pero por desgracia, por allí andaba la Sacerdotisa de Isis, que era ...
- La abuela de la de ahora, ya lo sé. Sigue -apremió el Faraón interrumpiendo el discurso del Sumo Sacerdote.
- Pues bien -siguió éste- aquella mujer era incluso más potente que la actual Sacerdotisa.
- ¡No me digas!
- Sí, era algo tremendo. Poseía una figura escultural y, sobre todo, unas tetazas que había que verlas. Eran ...
- Me hago cargo. ¡Sigue! El Faraón había interrumpido nuevamente al Sumo Sacerdote, ahora porque temía una recidiva de su dolor de prepucio.
- Lo que es de admirar, ciertamente, es que tanto la abuela, como la madre y como la nieta se hayan distinguido por la posesión de una descomunal delantera -sentenció Amanothep- pero así fueron las cosas y así están hoy. Bien. Para empeorar todavía más el asunto en cuestión, la Sacerdotisa de Isis de tu abuelo gustaba de los vestidos ajustados y de los corsés prietos, a diferencia de la de ahora, que se decanta por las telas vaporosas.
- No sé que es peor.
- ¡Aquello! -se apresuró a responder Amanothep- ¡Aquello era mucho peor! Intenta imaginar por un momento, Faraón, lo que podía ser una mujer de bandera y unas tetas colosales embutidas en una talla notoriamente más pequeña que la que reclamaba toda aquella magnificencia. ¡Era algo espectacular!
Fimosis III sintió en aquel momento una punzada de dolor en el prepucio y alentó al Sumo Sacerdote a que pasara a otra cosa.
- Era un verdadero escándalo, y como la susodicha se exhibía por todo el complejo real sin ningún reparo no cuesta trabajo imaginar el revuelo que había constantemente. Hasta tal extremo llegó la cosa que tu abuelo resolvió emitir un decreto por el que se prohibía a la Sacerdotisa de Isis salir de sus aposentos, con excepción de aquellos eventos protocolarios en que su presencia fuera obligada. Así que llamó un día al amanuense ...
Amanothep había interrumpido su discurso al ver que Fimosis III se reía sin hacer ruido. esperó hasta que el Faraón dijo:
- Así que el amanuense, a manu ... ense. ¡Otro que tal!
A pesar suyo, el Sumo Sacerdote no pudo evitar que su rostro se iluminara con una sonrisa cómplice.
- Supongo que sí. En aquellos tiempos era algo poco menos que obligado. Bueno, a lo que iba. Con el enclaustramiento de la Sacerdotisa la vida palaciega mejoró bastante durante un tiempo. Ya no se veían esos rostros demacrados, aquellos labios babeantes. Y así hasta el horrendo día aquél. Era la fiesta de Osiris, que se celebraba entonces con mayor suntuosidad si cabe que hoy día. El palacio real abarrotado, tu abuelo el Faraón sentado en el trono, los generales del Ejército a ambos lados de tu abuelo. En fin ... Todavía no había llegado la Sacerdotisa de Isis, que debía pronunciar el discurso de apertura. Se la esperaba con la expectación que te puedes imaginar. En un momento dado se abrieron las puertas y aquel prodigio de la naturaleza hizo su entrada con un esplendor extraordinario. Ella, a la cabeza de una larga comitiva, se dirigió lentamente hacia donde se encontraba tu abuelo. A su paso se levantaban murmullos de admiración, y supongo que alguna cosa más también se levantaría, porque aquella tremenda mujer iba más apretada y ceñida que nunca. Los más prudentes apartaron la vista, pero muchos otros no lo consiguieron, yo entre ellos, lo reconozco. La imagen de aquella mujer, en pie ante tu abuelo, tan estirada como se puso y tan apretada como iba, es algo que no se apartará de mi recuerdo mientras viva. En mi vida he visto ni veré cosa semejante.

  El Sumo Sacerdote hizo entonces una dramática pausa, y continuó:
- Y entonces se produjo el desastre, la hecatombe. La Sacerdotisa tomó entre sus manos el pergamino donde se encontraba el discurso que debía pronunciar, llenó de aire los pulmones con el fin de empezar con voz resuelta ... y se desataron las furias de Anubis. Aquel ceñidísimo vestido que llevaba no pudo aguantar semejante tensión y se soltaron todas las costuras. Y allí quedó, frente a tu abuelo, aquella mujer con aquellas mayestáticas y esplendorosas tetas vibrando al aire al quedar de repente desembarazadas de su encierro. Pude escuchar algunos gritos, y de pronto tu abuelo profirió el alarido más escalofriante que he escuchado jamás. Miramos todos hacia él, y lo vimos derrumbado hacia atrás en su trono, con los ojos desorbitados fijos como los de un búho en aquellas impresionantes ubres. Alguien gritó a mi lado y ví entonces teñida de rojo la ropa del faraón. La confusión fue horrible: mientras unos se abalanzaban sobre tu abuelo para atenderle, otros corrían despavoridos y muchos rodearon a la Sacerdotisa, que seguía allí en pie, con las tetas al aire y mirando de manera desafiante a su alrededor. Nada se pudo hacer por tu abuelo, que murió como sabes en el mismo trono. El posterior parte médico fue demoledor: "desgarro explosivo del prepucio, esguince de frenillo y eyaculación retrógrada". Con excepción del esguince de frenillo, que en sí mismo carecía de importancia, las otras dos afecciones resultaban mortales de necesidad. La exlosión del prepucio, consecuencia de la violenta y repentina erección que padeció tu abuelo, produjo una hemorragia tan copiosa que no pudo ser cohibida a pesar de los esfuerzos de los físicos. Esta fue la causa de la muerte de tu desgraciado abuelo, que quedó allí mismo exánime. Pero si esto no hubiera acabado con su vida, lo hubiera hecho sin duda la eyaculación retrógrada, que debió ocasionar una tensión tremenda en los testículos hasta el extremo de hacerlos explotar si tu pobre abuelo no hubiera fallecido antes.
Fimosis III estaba mirando al Sumo Sacerdote con el semblante horrorizado.
- Y lo demás, pues ya sabes que es del dominio público. La Sacerdotisa fue encontrada culpable de la muerte del Faraón y se le condenó a ser enterrada viva junto a tu abuelo. Mi predecesor, el Sumo Sacerdote de aquellos tiempos, fue el encargado de comunicar a la interesada aquella terrible sentencia. Por suerte para ella, la infeliz no pudo soportar la tremenda noticia y se quedó como un pajarito cuando se la notificaron. Pero, por lo demás, todo transcurrió como estaba previsto. Las exequias estuvieron revestidas del fasto que puedes imaginar. Tu abuelo fue paseado a sarcófago descubierto por toda Tebas, y detrás iba, en las mismas condiciones, el sarcófago de la sacerdotisa. Todo se desarrolló como estaba previsto, y sólo hubo un inconveniente, que hubo de ser solventado de una manera poco ortodoxa, esa es la verdad. Ya en el interior de la tumba, se había previsto que el sarcófago de la sacerdotisa fuera depositado en una cámara adyacente a la cámara real. Al terminar los trabajos con el sarcófago de tu abuelo, se fue a proceder al cierre del sarcófago de la sacerdotisa; no hubo manera. No hubo forma humana de poder cerrar la tapa del sarcófago, ya me entiendes. Al fin se recurrió a colgar a aquella desafortunada de un gancho que se clavó en una de las paredes.
La cara de Fimosis III era todo un poema trágico.
- No conocía alguno de esos detalles -musitó-
El Sumo Sacerdote, que estaba lanzado, prosiguió con tono docente.
- La época de tu padre fue algo mejor en unos aspectos, aunque peor en otros. Al menos tu padre no murió de manera tan trágica, si bien en su muerte influyó de manera decisiva la Sacerdotisa de turno. Simplemente, tu padre murió de agotamiento. Su suerte fue que, por alguna razón, su fimosis no era tan severa como la de tu abuelo, y consiguió descapullar un poco. Luego, a fuerza de cascársela fue resolviendo poco a poco su problema. Pero en esta época, como antes te dije, la salud de Egipto estuvo verdaderamente comprometida. Apenas se podían tener en pie los hombres.
- ¡Basta, Amanothep! ¡He escuchado ya bastante! -explotó Fimosis III-
El Sumo Sacerdote miró de manera expectante al Faraón, que después de una solemne pausa dijo con voz serena:
- Lo acabo de decidir de manera irrevocable ¡me opero!
- ¡Oh, Señor ...!

  El fin de esta historia es digno de su asombroso desarrollo. Por una gracia especial de Osiris, seguramente, Fimosis III salió con bien de manos del físico, y un día se presentó radiante ante Amanothep.
- Querido amigo -le dijo con un cariño y familiaridad que conmovieron al anciano Sumo Sacerdote- ya ves que he solucionado mi problema, y mira lo que traigo.
Y enseñó a Amanothep una pequeña urna metálica.
- Aquí dentro -dijo orgullosamente el Faraón- se encuentra mi prepucio embalsamado. He dispuesto que a mi muerte se entierre junto a mí. ¡Guárdalo tú y encárgate de que se cumpla mi voluntad! Y, además, querido Amanothep, te comunico que he encontrado la manera de terminar con esta especie de maldición que ha aquejado a Egipto desde los tiempos de mi abuelo -y el Faraón se quedó mirando de manera triunfante al Sumo Sacerdote-
- ¿No te imaginas?
- Señor ... no se me ocurre ...
- ¡He resuelto casarme con ella! -concluyó el Faraón-
La cara del Sumo Sacerdote se iluminó entonces.
- ¡Oh, Señor, qué clarividencia, qué previsión, qué penetración!
- Eso último dalo por hecho.
Y así, de manera tan natural como la que se narra, terminó aquel sin vivir, aquel período oscuro y decadente.

  Poco después del casamiento del Faraón con la Sacerdotisa de Isis, quedó ésta embarazada y dió a luz en el tiempo previsto a una niña. La reina, como consecuencia del embarazo y de la lactancia posterior, engordó hasta el punto de quedar irreconocible.
- ¡Quien la ha visto y quien la vé! -era el comentario generalizado-
Bien es cierto que con semejante engorde, las tetas de la exsacerdotisa habían alcanzado un volumen poco menos que galáctico, pero como el resto del cuerpo no animaba a especulaciones, el problema antaño suscitado desapareció como por arte de magia. El pajeo quedó reducido en Egipto a niveles asumibles y todo volvió a la normalidad.
No obstante, había algo que preocupaba al anciano Amanothep, que un día, no pudiendo resistir más, puso en conocimiento del feliz Faraón.
- Así que, Señor, ya lo único que me preocupa es el porvenir de la pequeña princesa.
- ¿Y cómo es eso?
Con débiles palabras, el Sumo Sacerdote refirió al Faraón sus preocupaciones, y terminó con estas palabras.
- Imagina que, dentro de unos años, tu hija hereda el esplendor de sus progenitoras y se reedita el asunto que ya sabes.
El Faraón palideció de pronto y se quedó sin saber qué responder.
Así que, los años sucesivos, Fimosis III y Amanothep, vivieron en un constante sobresalto vigilando sin parar la evolución de la princesa. Una camaradería como pocas las ha habido surgió entre los dos hombres.
- Pues parece que no crece mucho -decía uno de ellos un día-
- ¡Que Osiris te escuche! -respondía el otro-
O bien, esto otro:
- Está como encanijada.
- ¡Gracias, gracias!
Y un día, los asombrados soldados del cuerpo de guardia vieron salir corriendo del palacio real al Faraón, que sin protocolo alguno, cruzó el patio enlosado en dirección al palacio del Sumo Sacerdote.
- ¡Amanothep! ¡Amanothep! -iba gritando-
Cuando, jadeante, compareció ante el ya muy anciano Sumo Sacerdote, el rostro del Faraón era de una felicidad inenarrable.
- ¡Amanothep! ¡Querido amigo y compañero de fatigas! ¡Todo ha terminado!
El Sumo Sacerdote, impresionado, no acertaba a responder.
- Señor, señor ...
- ¡Ya está, Amanothep! ¡¡Le ha venido la regla a la princesa!
- ¿Y ...?
El Faraón estaba como fuera de sí.
- ¿Pero es que no lo entiendes, viejo amigo? ¡Le ha venido la regla, ya no crecerá mucho más, su cuerpo ha alcanzado la madurez sexual!
Entonces, El Sumo Sacerdote pareció comprender, y una sonrisa distendió las muchas arrugas que surcaban su rostro.
- ¡Claro, claro!
- ¡En efecto, Amanothep! -subrayó el Faraón- y ya sabes cómo es mi hija: bajita y poca cosa, ¡y más lisa que una losa para inscripciones!
Entonces, el Sumo Sacerdote elevó sus ojos al cielo mientras dos gruesas lágrimas recorrian sus mejillas. Y su plegaria conmovió profundamente al Faraón.
- ¡Gracias, gracias! ¡¡Egipto se ha salvado!!

  A la muerte del Faraón Fimosis III, el sucesor del gran Amanothep cumplió con la voluntad expresada en su día por el Faraón, e hizo enterrar junto al resto de objetos de rigor en esos casos, la urna metálica que había recibido de manos de Amanothep, encerrándola en un arcón de piedra. Un objeto más incluyó en dicho arcón, y recordó al respecto lo que un día le dijo su predecesor.
- Mira, esto no ha sido mandado por el Faraón, pero es seguro que no le desagradaría si se enterara. Prefiero, no obstante no decírselo. Y tomó en sus manos el molde de escayola que le entregaba Amanothep.
- ¿Qué es? -había preguntado-
Una enigmática sonrisa, moteada de nostalgia, había iluminado el rostro de Amanothep.
- Mandé hacerlo por mi cuenta. Es un regalo para la posteridad.





4 comentarios:

  1. xDDDDDDDDDDD

    ¡Qué bueno! Me recuerda a los relatos de El Víbora xDDDDD

    ¡Espero la segunda! ;)

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    1. Celebro que te guste. Intentaré no defraudar, aunque ... no sé ... la imaginación tiene un límite ... ya veremos xD

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  2. Que nadie piense que las siguientes historias sean de tema parecido. Adelantando intenciones: la segunda historia, que colgaré en breve, trata sobre un capitán de barco que hace una fortuna vendiendo un raro tipo de comida. En preparación también tengo una historia en la que se cuenta toda la verdad sobre el Éxodo bíblico.

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